Desde que Max Weber estableció los tres tipos ideales de dominación y legitimación del liderazgo (tradicional, carismático y legal-racional) politólogos y sociólogos –si es que son cosas distintas– han seguido sus pasos estableciendo tipologías abstractas con la pretensión de explicar una realidad difícilmente cuantificable que ya Maquiavelo resumió sin tantas pretensiones metodológicas al recomendar al Príncipe a tener de zorro y de león pues "hay que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos". Como entonces, los científicos sociales han puesto sus conocimientos al servicio de esos líderes con la ambición de que éstos se miraran en los espejos que sobre el papel habían diseñado aquéllos. Más interesante que clasificar a los políticos de hoy entre zorros y leones sería ofrecer los instrumentos necesarios para protegernos de ellos.
Cuando el ser humano empezó a dar sus primeros pasos y tomaron forma las primeras organizaciones sociales surgieron líderes que, por conocimiento o actitud, eran capaces de guiar y estructurar modelos de conducta. Han pasado milenios y nos continuamos comportando de igual forma, reconociendo a una persona en un cierto ámbito autoridad suficiente como para delegar en ella nuestras opiniones y decisiones respecto a ese tema. Lo que ha cambiado a lo largo de este tiempo ha sido el contrato social en el que ahora nos encontramos atrapados sin posibilidad ni clausula de terminación: el Estado. Y aquí es donde surgen los problemas, porque del líder espontáneo que puede surgir en cualquier circunstancia, desde el emprendedor visionario hasta el líder religioso pasando por el crítico cinematográfico al que fiamos la capacidad de discernir entre las películas que merece la pena ver y las que no, es completamente diferente al líder político que el sistema necesita para funcionar. Y es que el proceso de selección y competición política hunde sus raíces en creencias y sentimientos, además de las ideologías –todavía en pie a pesar de su anunciada muerte– que fomentan el plebiscito sobre un individuo que durante un periodo de tiempo personificará el Estado y será el referente moral de toda la sociedad que organiza. De ahí que los sistemas presidencialistas la personalidad y liderazgo de los políticos tenga más importancia que en los sistemas parlamentarios donde tienden a ser más grises.
Nuestra capacidad cognitiva es limitada y el tiempo invertido en tomar decisiones supone un coste de oportunidad nada desdeñable; así, parece lógico que la naturaleza nos haya dado el instinto y la capacidad de delegar, pero el hombre es algo más que un ser racional y hay cuestiones que escapan al intelecto y permanecen en la región emotivo-sentimental de la actividad humana. De ahí que a las ciencias sociales hayan fracasado una y otra vez en su intento de sistematizar y cuantificar algo que se asemeja más a un proceso psicológico a través del cual se establece un vínculo entre un conjunto de personas y otra que es capaz de ponerse al frente y liderarlas en una causa común. Un proceso que no se produce unidireccionalmente sino que necesita de un individuo extraordinario capaz de ver más allá que el grupo y que éste a su vez así lo perciba. Y aquí lo de menos es si la realidad que perciben todos, pastor y rebaño, es acertada o falsa, pues la confianza que surge es ciega.
Nuestras sociedades democráticas reúnen varias condiciones que abonan el campo para que los líderes no ya carismáticos sino mesiánicos tengan más éxito que otros. Por un lado, muchos de los sistemas parlamentarios han ido mutando en sistemas mixtos con características de los presidencialistas, al acaparar los gobiernos mayores funciones e iniciativa política en detrimento de los parlamentos, que han quedado reducidos a una mera extrapolación aritmética de los resultados electorales. Por otro, el avance de lo que Sowell brillantemente denominó visión ilimitada de la naturaleza humana hace que los líderes naturalmente seleccionados por la gente que comparte esta visión analizarán la realidad a través de este marco y se considerarán ungidos y capacitados para lograr que la utopía se convierta en realidad. Esta visión está unida a la ampliación de las funciones del Estado, que logra inmiscuirse ley a ley en más parcelas de nuestra vida privada requiriendo una elite política más interesada en estos asuntos. Así, el proceso se retroalimenta con líderes que consideran necesario, y siempre por nuestro propio bien, ensanchar las fronteras del Estado mientras que nuestra intimidad queda cercada o, directamente, invadida.
Esta doble realidad, de la propia naturaleza humana que necesita líderes y del triunfo de la visión progresista, hacen más necesario que nunca que activemos todas las alertas y aumentemos las precauciones a la hora de confiar nuestros destinos a una vanguardia que se cree elegida y legitimada para tomar decisiones que nunca debieron escapar a la soberanía individual. Ahora más que nunca debemos permanecer vigilantes ante los excesos del poder y preguntarnos en lo más profundo de nuestro interior si realmente necesitamos un líder diferente a nosotros mismos y dar rienda suelta a la sana desconfianza hacia el poder que sabiamente nos ha otorgado la naturaleza.
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