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No a la guerra

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Muchos padecen lo que podríamos denominar síndrome de Jekyll y Hyde en lo que respecta a la intervención del Estado dentro y fuera de sus fronteras: son radicalmente anti-estatistas en política doméstica, pero en cuestiones de política exterior se vuelven fervientemente pro-estatistas, clamando por la intervención del Estado con el mismo énfasis con el que antes la criticaban. Lo sorprendente es que no entrevean lo contradictorio de sostener ambos planteamientos simultáneamente.

En política interior resulta que el Estado es el enemigo. Hay que limitarlo, reducirlo o desmantelarlo, nos impone injustas restricciones, confisca nuestras propiedades y es inherentemente incapaz de gestionar de forma eficiente los recursos que incauta. Sospechamos de sus intenciones, no damos crédito a sus promesas y sabemos distinguir entre el Estado y la sociedad civil. Pero en política exterior los enemigos están en otra parte, por doquier, y es el Estado nuestro principal aliado. Ya no hay que limitarlo o reducirlo, sino expandirlo. Tiene que intervenir aquí y allí para promover la democracia, lanzar ataques preventivos para sofocar posibles amenazas, reconstruir naciones enteras y poseer bases militares en todas las regiones del mundo. Lejos de sospechar de sus intenciones creemos sinceramente que aspira a protegernos. No desconfiamos de sus declaraciones ni de sus promesas, antes al contrario, arremetemos contra aquellos que las ponen en duda. El Estado y la sociedad pasan a ser una misma entidad, no es el gobierno el que está en guerra sino "nosotros", el país entero, y no luchamos contra un gobierno foráneo sino contra la "nación enemiga". De pronto el Estado se vuelve también eficiente, no puede planificar exitosamente el sector eléctrico pero sí puede planificar guerras y reconstrucciones nacionales. Tan virtuosa deviene la causa del intervencionismo militar que debemos estar dispuestos incluso a soportar "temporalmente" más impuestos y a sacrificar parte de nuestras libertades civiles. De este modo el mayor y más violento de los programas estatales ya no se considera una imposición con efectos no intencionados y potencialmente devastadores, sino una actuación necesaria y justa en aras del interés general. ¿Es éste un planteamiento coherente? Por supuesto, como señala Lew Rockwell, esta paradoja no es exclusiva de "la derecha". "La izquierda" peca exactamente de lo mismo, aunque en sentido inverso: en política exterior el Estado es una máquina brutal al servicio de intereses especiales que sólo conoce la destrucción y la injusticia, pero en política interior el Estado se preocupa por la gente, contribuye al bienestar colectivo y si no es más justo es por falta de fondos y atribuciones insuficientes.

Al Estado hay que juzgarlo con la misma severidad con la que juzgaríamos a un individuo cualquiera. Si el ejército bombardea un objetivo equivocado por accidente matando a decenas de civiles no puede valernos una simple disculpa, del mismo modo que no aceptaríamos una simple disculpa de un individuo que accidentalmente hubiera disparado su bazuca contra un autobús lleno de gente mientras practicaba en el patio de su casa. La doble vara de medir que se emplea para juzgar las agresiones de los Estados, y en particular de los Estados en guerra, es el resultado de lanzar los principios liberales por la borda y acogerse a la máxima de que el fin justifica los medios.

Naturalmente uno tiene derecho a utilizar la fuerza para defenderse y exigir restitución, pero una agresión no legitima en absoluto cualquier tipo de respuesta. El uso de la fuerza será legítimo en tanto sea defensivo / restitutivo y se dirija contra el agresor. En caso de que el agresor se halle parapetado entre civiles, el derecho a la auto-defensa podría justificar en determinadas circunstancias la muerte de individuos inocentes, pero eso no convierte en aceptables todos los "daños colaterales". Tomando la analogía de Rockerick Long, supongamos que Eric, con un niño a cuestas, nos empieza a disparar, y que no podemos defendernos sin matar al niño. En este contexto podríamos considerar que aún tenemos derecho a defendernos, pero la legitimidad de la represalia parece depender de cuatro factores: primero, el alcance relativamente pequeño de los daños colaterales (sólo un niño); segundo, la alta probabilidad de que disparando a Eric le detendremos; tercero, el hecho de que Eric es una parte importante de la amenaza (en este caso él es toda la amenaza); y cuarto, la ausencia de alternativas que no pongan en peligro la vida del niño. De esta forma, la justificación de los daños colaterales se debilita conforme alteramos alguna de estas variables: si Eric está escudado por miles de niños en lugar de uno, si no estamos seguros de que Eric se encuentra entre los niños, si Eric es simplemente una ínfima pieza del aparato militar y su muerte en concreto apenas contribuirá a poner fin a la amenaza, si hay modos de neutralizar a Eric sin dañar a los niños que le rodean… Cuanto más nos alejamos del escenario inicial menos diferencias encontramos entre el daño colateral y el ataque directo contra objetivos civiles. En las guerras modernas, ¿la mayoría de los daños colaterales son como el ejemplo de Eric?

Por otro lado, las guerras se financian mediante impuestos, esto es, mano de obra esclava: el Estado obliga a todos los ciudadanos a trabajar al servicio de la maquinaria bélica, lo quieran o no. De este modo los que toman la decisión de ir a la guerra no son los mismos que soportan sus costes, lo cual es un incentivo para emprender guerras. Si quienes deciden tuvieran que pagar la factura a lo mejor serían menos propensos al aventurismo militar. Además, ¿en base a qué se supone que quienes toman estas decisiones ansían proteger a los ciudadanos? ¿Es eso cierto en los demás ámbitos? ¿Por qué no presumir que en este caso, como en el resto, lo que a menudo intentan proteger son sus propios intereses y los de otros grupos de presión?

Asimismo, ¿de dónde se sigue que el Estado será eficiente protegiendo a sus ciudadanos de amenazas externas? ¿Es incapaz de proveer una educación de calidad y ahora resulta que puede liberar países y exportar la democracia allí donde se lo proponga? Estamos hablando de planificaciones centrales a gran escala, lo cual comporta despilfarro ingente de recursos y multitud de consecuencias imprevistas. No en vano Noriega, Husein y Bin Laden fueron en su día patrocinados por el gobierno de Estados Unidos y luego pasaron a ser sus enemigos. "Es fácil decirlo cuando ya ha sucedido, pero en su momento era imposible predecirlo", objetarán algunos. ¿Pero acaso no es ésta una buena razón para no intervenir en primer lugar? Como apunta David Friedman, el problema con las intervenciones militares es que hacerlo mal es mucho peor que no hacer nada, y puesto que los encargados de tomar decisiones son los mismos que gestionan Correos, es probable que lo hagan mal.

No hay que olvidar tampoco que el Estado del Bienestar crece a la sombra del Estado imperialista, erosionando libertades civiles en el interior del país y aprobando restricciones que jamás serán derogadas. La guerra aparta las miradas de los problemas nacionales y es una buena excusa para vigorizar el aparato estatal.

El liberalismo no casa bien con el intervencionismo militar. El Estado es despótico e ineficiente en todos los campos, también en el campo de batalla. Por este motivo en un contexto estatista lo más prudente y acorde con los principios liberales es reivindicar una política exterior no-intervencionista, aislacionista, estrictamente defensiva y en todo caso encaminada a eliminar quirúrgicamente a los agresores.

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