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Nubes de ceniza y abusos en el mercado

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A mediados de abril, un volcán islandés despertó de su sueño secular y se encontró un mundo muy cambiado. Como en este volcán era habitual, arrojó al cielo unas cuantas toneladas de cenizas. Pero no pudo anticipar al caos que tal estornudo iba a ocasionar en la nueva Europa para él desconocida.

Pues esa Europa estaba surcada por un sinnúmero de aviones que transportaban personas entre lugares distantes, en unos tiempos inimaginables para los islandeses que habían contemplado la anterior erupción del revivido volcán, allá por 1871. Estos aviones tuvieron que ceder el espacio aéreo a esa nube de cenizas, en una situación prácticamente sin precedentes en la historia aeronáutica de Europa.

De repente, montones de individuos se quedaron tirados en los aeropuertos, con sus planes de traslado abortados. Si los aviones no podían volar, ellos no se podrían trasladar.

Muchos de estos individuos no quisieron resignarse a su suerte, y buscaron otros medios para trasladarse: trenes, coches de alquiler, autobuses, taxis. Y empezaron los abusos de los empresarios, explotando la situación de debilidad de los viajeros afectados. Un coche de alquiler en Toulouse, normalmente 60 Euros diarios, se cotizaba a 500 Euros; una carrera de taxi entre Milán y Barcelona alcanzó los 1.200 Euros. Las aves de rapiña se cernían sobre los cadáveres que el volcán dejaba a su paso. Si la situación se hubiera prolongado más, hubiéramos necesitado a los burócratas para poner coto a tanto desmán.

Y, sin embargo, es así como el mercado surte sus efectos benignos para con todos. Contemos la historia desde otro punto de vista.

Un cambio exógeno al sistema, la erupción volcánica, hizo que el transporte aéreo dejara de ser una alternativa para aquellos individuos que demandaban tal servicio. La oferta aérea se colapsó, pero la demanda se había mantenido constante. La gente seguía queriendo desplazarse a su lugar de destino, con un grado de urgencia dependiente de cada caso.

Esa demanda viva atrajo rápidamente la atención de algunos emprendedores que vieron como, de repente y gracias a un acto fortuito, podían dar más valor a sus recursos (el taxi, el autobús, el coche de alquiler). E hicieron su apuesta. Como la demanda superaba con creces esta incipiente oferta inicial, los precios se dispararon.

Eso significa que los medios disponibles fueron dedicados a atender las demandas más urgentes, medida esta urgencia por lo que cada individuo estaba dispuesto a pagar. Lógicamente, los enormes precios cobrados llamaron la atención de la gente, pues presumiblemente dichos ingresos se traducirían en pingues beneficios. Y, en consecuencia, otros emprendedores acudieron al efecto llamada de esos beneficios, incrementando la oferta de medios de transporte a disposición de los viajeros encallados.

A su vez, este aumento de la oferta, hubiera supuesto un descenso del precio, ya que daría la posibilidad de cubrir necesidades de sucesiva menor urgencia. Y esto hubiera seguido hasta quedar satisfechas todas las necesidades valoradas en más que los recursos necesarios para su satisfacción. De esta forma, el mercado hubiera solucionado en un plazo increíble del tiempo, una eventualidad de unas características tan extremas como la emisión volcánica referida.

El proceso descrito se detuvo (al menos, aparentemente) con la reapertura del espacio aéreo y la restitución de los medios de oferta. Por ello, han resultado más llamativos los excesivos precios pagados por algunos individuos para satisfacer lo que debía ser una perentoria necesidad.

Sin embargo, dichos precios, altos como eran, jugaban un papel fundamental en que todos los individuos al final hubieran podido satisfacer su necesidad, incluso en presencia de la nube de cenizas. Por un lado, permitían asignar los recursos existentes a aquellas necesidades más urgentes. Sin esos movimientos de precios, ¿cómo se hubiera podido asignar el taxi entre una persona que necesita llegar a su destino, pongamos por caso, para salvar una vida, y otra que sólo lo quiere para dormir en su casa esa noche?

Pero, más importante aún: sin esos precios excesivos, ¿qué taxistas hubieran abandonado la comodidad de su día a día para dedicarse a trasladar pasajeros a 100 de kilómetros de distancia? Si va a ganar lo mismo que con su trabajo normal, ¿por qué tomarse molestias?

Mirando a un plazo más largo: para ganar lo mismo, ¿hubieran incrementado las compañías de alquiler de coches su parque? ¿Cómo se hubiera solucionado esta carencia si los aviones siguieran sin poder despegar?

Y así podemos contemplar el espectáculo del mercado libre en funcionamiento, la adaptación del ser humano a las condiciones más adversas, y la solución de los problemas en apariencia más complicados. Todo gracias al movimiento de esas señales tan simples que son los precios.

Parece magia, pero no lo es: el poder combinado de los individuos actuando libremente se demuestra una y otra vez como una fuerza imparable, quizá tal vez más potente incluso que las fuerzas naturales.

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