La reciente tragedia de Nueva Orleáns es un magnífico ejemplo de cómo el estado puede transformar un evento climático dañino pero manejable en una catástrofe a gran escala. La mayoría de la prensa, siempre fiel al estatus quo y a todo lo que suene políticamente correcto, ha echado al capitalismo la culpa de los daños humanos y materiales producidos, bien sea porque se le responsabiliza de un supuesto cambio climático peligroso –en esta vertiente ABC ha destacado en nuestro país por su propaganda demagógica y su constante tergiversación de los hechos-, bien porque limita el intervencionismo estatal y el propio tamaño del estado –de ésta El País ha sido, quizá, el principal abanderado. He tratado de mostrar lo equivocado de estos dos argumentos en otro lugar. Ahora me interesa analizar cómo se logró que un huracán que pasó causando menos daños de los esperados se convirtiera en una catástrofe de grandes proporciones.
La primera explicación de lo ocurrido la encontramos en el monopolio de la gestión de los diques que protegen la ciudad de Nueva Orleáns, el río Misisipi y el lago Ponchartrain. El origen de este monopolio público hay que buscarlo, como ocurre con tantos aspectos negativos de la sociedad estadounidense, en la guerra civil de aquel país. Como cuenta Mark Thornton en su artículo de 1999, The Government´s Great Flood, el cuerpo de ingenieros del ejército de Lincoln logró el control permanente de la gestión de los ríos a partir de la creación de la Comisión del Río Misisipi. Otro tanto pasaría más adelante con los diques del Golfo de México. Se trata de un ejemplo más de cómo las guerras han marcado la conversión del estado mínimo diseñado por los padres fundadores de la constitución americana en el leviatán que es hoy en día. Desde entonces y hasta hoy en día la responsabilidad del mantenimiento y mejora de los diques y otros dispositivos que pretenden proteger a los habitantes de la zona contra las inundaciones ha recaído en el ejército estadounidense.
El problema de que sea el ejército el responsable de los diques no es que sus miembros sean lerdos. Ni mucho menos. El problema es que no existe un propietario que se juegue sus cuartos con el buen funcionamiento de los diques y que, para colmo, no tiene competencia. El estado estadounidense no está sujeto a las pérdidas y las ganancias como lo estaría una sociedad mercantil. El contribuyente paga la factura tanto si los recursos son utilizados eficaz y eficientemente como si no. Como suele ocurrir en todos los casos de monopolio (público o privado) decretado por el estado, el servicio es pobre y el precio elevado. Los sistemas de protección contra las crecidas del Río han estado envueltos en la polémica (entre ingenieros civiles y militares) desde que se tomaran las primeras decisiones allá por el siglo XIX. El cuerpo de Ingenieros del Ejército decidió optar por una protección basada únicamente en la construcción de un gran dique y muchos ingenieros civiles contestaron que esta solución de corto plazo traería graves consecuencias futuras debido a la elevación que provocaría en el nivel del río. Nosotros no vamos a entrar en ese debate. Tan sólo recordar que no es posible saber cuál es el mejor sistema de defensa de la población frente a las crecidas del Mississippi ni frente a los tornados o los huracanes provenientes del Caribe mientras estos sistemas no sean poseídos por agentes privados sujetos al sistema de pérdidas y ganancias y abiertos a la potencial competencia de otras empresas. ¿Cuál es entonces el mejor sistema de defensa frente a estos eventos climáticos? La respuesta es sencilla y, para muchos, puede que decepcionante: no lo sabemos porque en este sector no hay un mercado libre. Sucede lo que le ocurría a Internet cuando era gestionado por el estado norteamericano. Lo que sí podemos aventurar es que si existiera mercado sería plausible que operasen distintas empresas en distintas zonas tratando de innovar y simultáneamente emular los logros técnicos de la competencia (si el estado no se lo impide con la concesión de patentes). En algunas zonas es posible que no compensara poner en marcha una infraestructura de protección y que las personas que decidieran vivir en esa zona lo hicieran por su cuenta y riesgo. Son especulaciones. Lo cierto es que, como era de esperar, el monopolio público no prestó un servicio ni tan siquiera mediocre para un evento que se esperaba desde hacía décadas y para cuya prevención y preparación se dedicaron miles de millones de dólares.
El movimiento ecologista también parece haber tenido parte de responsabilidad en la catástrofe. Y no sólo por llevar años diciendo que venía el lobo cuando lo que venían eran corderitos. Mucho más decisiva fue su oposición sistemática a blindar la costa del golfo y la ciudad de Nueva Orleáns frente a catástrofes de categoría 4 y 5. Los ingenieros del ejército sabían perfectamente lo que podía ocurrirle a esta ciudad fundada por canarios y a otras poblaciones costeras de la zona y, aún con los pocos incentivos que cuentan para mejorar la calidad del servicio que prestan, proyectaron construir una barrera móvil a lo largo de la I-10. Este proyecto fue paralizado por medio de una denuncia presentada por un nutrido grupo de organizaciones ecologistas alegando que el estudio de impacto ambiental no era lo suficientemente profundo y que el proyecto podía tener graves efectos sobre algunas especies. En diciembre de 1977 el juez encargado del caso dio la razón a los ecologistas y paralizó la construcción de las barreras aduciendo que los ecologistas habían demostrado las personas que viven en esta área se verían dañados irreparablemente en el supuesto de que el proyecto se llevase a cabo. El cuerpo de ingenieros olvidó la idea y se concentró en mejorar los diques de la ciudad de Nueva Orleáns de modo que pudieran aguantar huracanes más potentes. Pero de nuevo en 1996 un grupo de organizaciones ecologistas radicales, encabezadas por el Sierra Club, presentaron una denuncia alegando que el proyecto suponía un peligro para el oso negro y para diversas especies de aves. En 1997 el proyecto fue paralizado durante dos años a la espera de un nuevo estudio de impacto ambiental. La continua oposición ecologista a la construcción de barreras artificiales a la crecida de las aguas es lo que ha motivado que el representante por Luisiana Bob Livingston haya afirmado que uno de los principales responsables de la catástrofe son los ecologistas.
La alteración de los incentivos o desincentivos que valoran los individuos a la hora de actuar frente a las eventuales situaciones de riesgo también son determinantes en los daños de todo desastre. Por desgracia la historia del intervencionismo en el sector de los seguros de inundaciones, que forman parte del coste de oportunidad de vivir en zonas de riesgo, es extensa. La mayor parte de la asfixiante legislación puede retrotraerse al año 1927. En ese año tuvo lugar otra gran catástrofe debido a la inundación de las mismas zonas que este año se han encontrado bajo las aguas; según diversos ingenieros causado por el mencionado sistema de protección elegido por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los EE.UU. Fuese por lo que fuese, la gran inundación de 1927 llevó a un tal Hoover a dirigir la Agencia Federal de Emergencias (FEMA). Ese puesto no sólo serviría a Hoover como trampolín a la fama primero y a la Casa Blanca después, sino como laboratorio en el que ensayar la mayoría de las políticas intervencionistas estilo “Estado del Bienestar” con las que estrangularía la economía americana en los siguientes años. Ayudas públicas, préstamos estatales, intervención en los seguros, regulación de precios y hasta desplazamiento de la población o la creación de verdaderos campos de concentración ya fueron puestas en práctica por Hoover.
Como en casi todas las ocasiones en las que el estado se entromete en el negocio asegurador, el motivo es que las empresas privadas no ofrecen un tipo determinado de seguro. En efecto, siguiendo los pasos marcados por Hoover, el estado se metió de lleno a regular y ofrecer seguros contra inundaciones en 1968 porque las aseguradoras no los ofrecían en determinadas áreas de altísimo riesgo. La inexistencia de seguros de este tipo sirve como desincentivo o advertencia a quienes quieren vivir en una zona cuya probabilidad de verse cubierta de agua es extrema. Sin embargo, los políticos, siempre prestos a mostrar a la población que ellos son capaces de llevar a cabo lo que el mercado libre no puede, decidieron establecer un sistema de seguros públicos. Así, quienes deseaban vivir en la preciosa y peligrosa costa de Luisiana no encontraban inconveniente alguno. “¿Quiere vivir en una zona de alto riesgo? ¿No encuentra asegurador? No pasa nada, papá estado le hace un seguro a su medida.” Si, como afirma un estudio de una agencia gubernamental anterior al desastre de Nueva Orleáns, la espectacular urbanización de las zonas costeras de alto riesgo en las últimas décadas constituye el principal factor de riesgo en los casos de huracanes de categorías elevadas, no cabe duda de que el intervencionismo estatal en materia de seguros fue un componente esencial para fraguar la catástrofe de Nueva Orleáns.
Para colmo, el sistema de ayudas para daños por inundaciones establece que éstas quedan reservadas para quienes no tengan seguro privados contra inundaciones. El resultado es obvio: se desincentiva la contratación de seguros privados en zonas en las que las empresas que operan en el mercado libre sí ofrecen estos seguros.
Por último, conviene no olvidar la desastrosa gestión de una catástrofe. Mucho dinero se ha enterrado en este aspecto de la seguridad. Pero aunque el FEMA tenga un presupuesto por habitante para catástrofes unas 50 veces superior al español, la calidad de un servicio no se mide por el dinero que se gasta en él sino por la correcta asignación de los recursos con los que se cuenta de cara a lograr un elevado nivel de satisfacción de la necesidad de la que se trate. Y, qué duda cabe, que las agencias estatales no están preparadas para responder a emergencias en las que hay que la logística tiene una gran importancia. Eso sólo lo puede hacer una empresa privada y hasta que la protección civil no sea un servicio contratado libremente y financiado voluntariamente difícilmente veremos grandes y exitosas operaciones en este campo.
Todos estos ingredientes fueron aderezados con la construcción de autopistas inseguras, disputas políticas que bloqueaban los recursos movilizados, campañas de “información” para casos de emergencias que no se correspondían con lo que la gente tenía que saber para ponerse a salvo en caso de necesidad y, sobre todo, con una fe tan ciega como falaz en las posibilidades del estado para proteger a los ciudadanos en caso de desastre. Así fue como el estatismo forjó la catástrofe de Nueva Orleáns. Esperemos que la negra experiencia sirva para que el estado se retire y permita el ejercicio de la libre empresarialidad en todos los sectores involucrados en la prevención y gestión de catástrofes y emergencias.
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