Las razones que un político ofrece para justificar la subida o creación de un impuesto sobre el consumo (en realidad de cualquier impuesto) más allá del mero afán recaudatorio, esto es, confiscatorio, son, en el mejor de los casos, decorativas.
Al fin y al cabo la confiscación se consumará y parecerá que es cosa nuestra decidir la cuantía del robo, ya que seremos nosotros los que, al perseverar en nuestra libertad de consumir esto o aquello, habremos optado por el bien cuyo gravamen nos va a agujerear el bolsillo, aunque sea poquito, un poco más.
En agosto, en plena canícula veraniega y con los precios del petróleo dibujando negros nubarrones en el futuro de nuestra economía, el Sr. Solbes anunció una subida «moderada» de los impuestos sobre hidrocarburos a partir de 2007. El ministro ofreció entonces tres motivos: la caída de la recaudación; la práctica congelación del impuesto, cuya cuantía, fija por cada mil litros de combustible, no se ha renovado desde el año 2000; y la dichosa armonización fiscal con la UE.
Aun con todo, la confiscación en 2005 supuso 10.210 millones de euros para la caja del Estado, 289 millones de euros menos de los presupuestados. La desviación está ligada a la generalizada caída en el consumo tanto de gasolina sin plomo (-7,2%) como la del gasóleo (que en realidad modera su crecimiento). Una caída que encuentra sus causas en la conocida y padecida subida de los precios de todos los carburantes y, en el caso de la gasolina, en la dieselización que ahora quiere frenarse.
Desde luego se podrá estar en radical desacuerdo con los motivos aducidos, pero al menos no se adornan con la habitual demagogia ecologeta, una suerte de moralina impuesta a mano armada con la que es habitual hacernos comulgar, dos por uno, cuando los gestores de la cosa pública (ajena) nos meten la mano en la cartera. Ahí está el Ministerio de Medio Ambiente para darle colorido institucional a la cosa nostra con regulaciones pigovianas inspiradas, generalmente, en medidas importadas a la fuerza (directivas UE) o sin esfuerzo.
Pese a la tendencia a la baja señalada por el ministro-vicepresidente, no parece que por nuestras estatalizadas carreteras vayan a trasegar menos vehículos privados. Al menos la reducción no será significativa al nivel en que usted o yo podemos constatarla, es decir, sobre el asfalto. Con un incremento del precio+IVA y de los impuestos de tarifa plana se logrará recuperar, algo, la hucha del Estado (tampoco estaría de más que se ajustara mejor el presupuesto) pero no creo que el efecto, la coartada, sobre el medio ambiente (menos tráfico, reducción de las emisiones de CO2) sea significativa. Es notoria la poca elasticidad del consumo del combustible. Así las cosas, la señora Narbona vuelve a la carga con su otrora frustrado plan para «conceder prioridad a los vehículos que usan más eficazmente (sic) el espacio público y que disminuyan la contaminación atmosférica, lumínica y acústica«. Estos es: gravar el uso del vehículo privado en las ciudades mediante la aplicación de un peaje, medida que se complementaría con la construcción de aparcamientos periféricos y con el fomento del uso del transporte colectivo.
Posiblemente, en un primer momento y como ha sucedido en Londres o Estocolmo, esta medida puede suponer una reducción apreciable en el volumen de los atascos, siempre que las plazas de aparcamiento y la disponibilidad del transporte colectivo (privado-liberalizado, espero) lo permitan. Sin embargo no veo qué utilidad puede tener esta medida en una ciudad como Madrid, por poner un ejemplo cercano. Es decir, la mayoría de los atascos, al menos los más graves de los que nos informan los boletines de noticias y que padecemos algunos, se dan en las vías de circunvalación, es decir, lejos del centro urbano, en las proximidades de los grandes espacios comerciales y polígonos industriales. En estos casos el uso del coche no sólo es una decisión libre sino la única alternativa sensata.
La diferencia fundamental entre un buen gestor y uno malo es que el primero pone a prueba sus hipótesis, es más, genera hipótesis con el propósito de entender la realidad, mientras que el segundo mira a los ojos a una realidad impostada, sin molestos intermediarios, los hechos, que pudieran arruinar su objetivo que, en cualquiera de los casos, será de los de corto plazo.
Cierto que los atascos son consecuencia de la ley económica que establece que la demanda siempre se expandirá por encima del suministro de bienes «gratuitos» para crear «colas», sin embargo, antes de generalizar las medidas coactivas que preconiza el Ministerio de la señora Narbona es preferible buscar soluciones más modestas, que no se pierdan en la espesura de la demagogia gubernamental.
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