La verdadera evolución del sistema tiene que venir desde la libertad frente al intervencionismo, desde los acuerdos voluntarios frente al colectivismo y la coacción.
En unos días, los españoles estamos llamados a renovar los ayuntamientos y algunos parlamentos regionales con nuestros votos (y abstenciones), y por primera vez desde que España es una democracia moderna, el habitual bipartidismo está en dudas. Si damos por buenas las encuestas que están publicando los medios de comunicación, cuatro partidos tienen posibilidades de gobernar y se van a hacer con la mayoría de los cargos electos en juego: el PP, el PSOE, Podemos y Ciudadanos.
El Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español son dos clásicos que se han alternado en el poder desde 1982 en los principales parlamentos y ciudades, y a los que la corrupción y las políticas de los dos últimos gobiernos, el de José Luis Rodríguez Zapatero hasta noviembre de 2011 y el de Mariano Rajoy hasta la actualidad, han restado credibilidad entre la ciudadanía y reducido, por tanto, las posibilidades de gobierno en solitario, aunque en algunos sitios se acerquen a las mayorías que podríamos denominar “de gobierno”.
Podemos nació como movimiento político radical en los pasillos de la Facultad de Políticas de la Complutense y, desde el punto de vista de los apoyos ciudadanos, se ha ido alimentando del descontento de los españoles por tantos casos de corrupción e ineficiencia pública, lo que lo disparó en las predilecciones de los españoles y le permitió constituirse como partido político que se presentó a las elecciones europeas. Sin embargo, su carácter radical de izquierdas, su cercanía a regímenes como el venezolano chavista o el cubano castrista, su oscura financiación, las críticas de algunos de sus sectores y los descubiertos casos de corrupción a un nivel académico, antes de llegar siquiera al poder, han hecho que sus expectativas se reduzcan y en las últimas encuestas vean reducidas las intenciones de voto. Uno de sus creadores, Juan Carlos Monedero, ha sido alejado del poder en una maniobra que recuerda mucho al estalinismo.
Precisamente, el gran beneficiado de todo este guirigay es Ciudadanos, el último en incorporarse. Este partido nació como alternativa en Cataluña a los partidos nacionales que habían terminado negociando con los nacionalistas y defraudando a sus electores. Al dar el salto al ruedo nacional, se ha encontrado en una posición en la que la corrupción del resto lo ha convertido en una alternativa menos radical que la de Podemos, de momento ajena a la corrupción, y en una posición política que puede contentar a los electores descontentos de los partidos tradicionales, pero con el añadido de que se han transformado en una alternativa real de gobierno, borrando casi sin querer a su gran enemigo de nicho electoral, UPyD, que Rosa Díez creó y destruyó muy a lo Juan Palomo.
La otra opción nacional, VOX, ni se la ve ni se la espera, e IU ha sido absorbida en su mayoría por Podemos. Por último, algunas opciones nacionalistas, como la de los etarras de Bildu, también han sentido el efecto de éstos últimos. En cuanto al resto de grupos nacionalistas, siguen con su electorado cautivo, con mayor o menor recorrido en cuanto al independentismo, pero dadas las actuales circunstancias, el peso que tenían en el pasado para hacer viable un gobierno (primera legislatura de Aznar o la de Zapatero) ya no es tan evidente.
A priori, esta situación podría ser novedosa, incluso deseable, en tanto mucha gente cree que el bipartidismo ha favorecido la corrupción y la ineficacia del sistema, y que si ahora los grandes y pequeños partidos tienen que pactar, éstos se vigilarían entre sí y ambas tenderían a reducirse. Sin embargo, desde el punto de vista de las ideas de la libertad, la situación no ha mejorado, pues la competencia electoral no solo no está renovando el ideario de los partidos, sean dos o cuatro los que se repartan el poder, sino que está asentando el consenso socialdemócrata, e incluso se está tendiendo al populismo más burdo.
Durante décadas, la educación pública, tanto básica como superior, ha ido creando una generación de personas con poca variedad ideológica. Muerto Franco, el consenso de los partidos pretendía no repetir los procesos que nos habían llevado a la Guerra Civil y cada partido, siempre que respetara este acuerdo, podía y debía defender unas ideas que reflejaban una manera de crear sociedad y convencer a los ciudadanos para que se acercaran a dichas ideas. Con el tiempo, los grupos más propensos a la ingeniería social fueron ocupando puestos clave en la política y el funcionariado, favoreciendo la creación de un conjunto de formadores, maestros y profesores tendentes al intervencionismo a la hora de entender, comprender y organizar la sociedad, que han sido los que han enseñado a los que ahora son adultos y responsables, tanto en el mundo público como en el empresarial.
La consecuencia de este proceso, en lo político, ha sido que los partidos, los antiguos y los nuevos, en vez de centrarse en una ideología, han ido creando organizaciones de amplio espectro, ávidas por captar el voto de cada vez más gente, casi sin importar cuáles son sus ideas o su manera de pensar, ya que el pensamiento es cada vez más uniforme. Son partidos de amplio espectro, genéricos, tendentes a la intervención, porque así lo “quiere la gente” y que si se les tira del elástico, pueden llegar al populismo más atroz. Por eso, pese a los odios y enfrentamientos habituales entre adversarios, los votantes más indecisos son capaces de cambiar su intención de voto sin pensar que están traicionando sus propios valores, sino que están castigando a los que lo han hecho mal, siéndoles infieles.
Y esto, ¿es bueno para los amigos de la libertad? Pues como todo, tiene su lado positivo y su lado menos positivo. Es cierto que la libertad unida a la responsabilidad de los actos es algo que encaja mal en una generación acostumbrada a convertir cualquier necesidad en derecho y que éste sea “gratuito”. Pero no menos cierto es que cualquier idea novedosa y rupturista con el sistema tiene necesariamente que venir de las tesis liberales y libertarias, y que la verdadera revolución, o mejor dicho, la verdadera evolución del sistema tiene que venir desde la libertad frente al intervencionismo, desde los acuerdos voluntarios frente al colectivismo y la coacción. Si los partidos, cualquiera de los existentes y los que se pueden crear, quieren romper con lo que hay, sólo lo podrán hacer desde una perspectiva más liberal, no desde los incrementos de los impuestos, como ha hecho el PP o como pregonan Ciudadanos y Podemos, ni desde la ingeniería social burda que han favorecido PSOE y PP y que ha degenerado en corrupción y populismo. Esto no es fácil, desde luego, pero instituciones como el Instituto Juan de Mariana han permitido que estas ideas no sean una mera referencia intelectual o universitaria, sino una realidad que se pueda discutir o incluso implantar en la política nacional. Diez años avalan al Instituto en este empeño, y algo se está consiguiendo.
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