Un gran amigo liberal me contaba, durante una de nuestras charlas hasta las tantas de la madrugada, como su padre había liderado a los soldados aliados en la liberación de los campos de exterminio nacionalsocialistas alemanes al término de la Segunda Guerra Mundial. En su momento, los judíos habían apoyado los controles de armas propuestos por los nacionalsocialistas. Pero no es sólo que, una vez desarmados, fueron las primeras víctimas. Contaba su padre que los soldados alemanes se habían tronchado atemorizando a los pobres desgraciados con simples paseos por el campo portando armas descargadas. Nada más delicioso para un tirano que la voluntaria y timorata ignorancia de la víctima. Episodios como este, que añaden más humillación y vergüenza a lo que ya era de por sí una de las páginas más patéticas de la historia, llevaron a varios judíos a crear la asociación de Judíos por la Preservación de la Propiedad de las Armas de Fuego. Pasar de temas que suenan tan feos como el derecho a portar armas puede salir caro.
Son historias que se repiten con cierta frecuencia aunque en demasiados casos pasen desapercibidas. Y suelen empezar casi siempre igual: abusando del último de la clase en popularidad. A veces es un genocidio, otras unos encarcelamientos. La masa, mientras tanto, discutiendo en el bar sobre el último partido de fútbol o lo imprescindible que es esta vez votar al menos malo, simplemente porque los otros son peores, todo sea por el voto útil y ni plantearse lo impensable. ¡Sobre todo, nene, no te salgas de la raya!
Cada dos por tres me viene a la memoria lo que contaba Rand de su inmensa pero desdichada tierra natal:
De una manera pasiva e indiferente, la mayoría del pueblo ruso estaba con el Ejército Blanco: no estaban a favor de los blancos, simplemente estaban contra los rojos; temían las atrocidades de los rojos. Yo sabía que la atrocidad más profunda de los rojos era intelectual, que lo que debía atacarse (y derrotar) eran sus ideas. Pero nadie las contestaba. La pasividad del país se tornó en un letargo apático a medida que la gente iba rindiéndose. Los rojos tenían un incentivo, la promesa del saqueo a escala nacional; ellos tenían el liderazgo y la semidisciplina de una panda de criminales; tenían un programa pretendidamente intelectual y una justificación pretendidamente moral. Los blancos tenían iconos. Los rojos vencieron.
Llega un punto en que a los malos no les hace falta ni cargar los fusiles, simplemente porque delante no tienen nada. Ganan por goleada por incomparecencia del adversario. Maldito letargo mortal. Entonces, para imponerse sobre esa resistencia nula basta con la más mínima intención. Van paseando zarrapastrosamente con toda su ineficiencia de dictadorzuelo por el campo de juego y marcan gol, porque no hay nadie que se moleste en pararlos.
El mismo amigo del que hablaba al principio, decía que "en la conferencia del ISIL, electrifiqué a muchos liberales –Libertarians, dice él– al decir lo que para mí es obvio. Somos una minoría, pero una minoría de los mejores. No debemos decirnos que somos un movimiento minoritario y repetir el zeitgeist de la autolimitación. Al contrario, reconozcamos que somos el movimiento líder en el desierto intelectual de esta época […] No os dejéis engañar por los que dicen que vuestros derechos fueron anulados por el voto de la mayoría […] No se necesita una mayoría para detener esto. El liderazgo moral de la minoría puede llamar al pan pan y al vino vino y aquellos que irán con ella es todo lo que se necesita."
Los liberales debemos dejar de ser como aquella tía despampanante pero solitaria de la que hablaba Murphy; tantas virtudes no pueden, no deben quedar ociosas. Y tampoco es plan decir que es sólo cuestión de tiempo.
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