La economía del comportamiento o “behavioral economics” estudia las anomalías del comportamiento humano y sus efectos sobre las decisiones económicas. En la medida en que estas anomalías describen a un sujeto distinto del individuo racional de los modelos económicos neoclásicos, se considera que esta línea de investigación socava los fundamentos teóricos del libre mercado. Porque si la eficiencia del mercado depende de que los agentes económicos actúen racionalmente, como la economía neoclásica presupone, el descubrimiento de anomalías sistemáticas, de irracionalidad, en su comportamiento sugiere que el mercado real es menos eficiente de lo que indican los modelos. La intervención del Estado deviene necesaria para corregir esa irracionalidad. (Para una excelente crítica, desde diversos ángulos, a las conclusiones estatistas de la economía del comportamiento, véase “Skepticism and Freedom: A Modern Case for Classical Liberalism”, de Richard Epstein, capítulos 8 y 9).
Scott Beaulier y Bryan Caplan argumentan en un reciente ensayo que la economía del comportamiento sirve, quizás a pesar de las intenciones de sus promotores, de micro-fundamento a la crítica del Estado del Bienestar, en particular de las ayudas públicas a los pobres. Sin salirse del marco neoclásico, Beaulier y Caplan arguyen que si los individuos son irracionales y ello hace que tomen decisiones equivocadas, incrementar sus posibilidades de elegir mediante subsidios y prestaciones públicas conlleva que tomen más decisiones equivocadas. Si además tenemos en cuenta que según los estudios empíricos los pobres padecen esas anomalías en una proporción mucho mayor que el resto de la población, las ayudas públicas actúan como un incentivo a actuar irracionalmente, condenando a los pobres a seguir siéndolo.
Tomemos la siguiente anomalía: la falta de auto-control. Se entiende que los individuos padecen esta anolomía cuando lamentan predeciblemente sus elecciones. Por ejemplo, cuando un fumador toma su dosis sabiendo, en cierto sentido, que luego va a lamentarlo, como si su preferencia inmediata chocara con una suerte de metapreferencia (el deseo de dejar el vicio), o como si un “yo corto-placista” estuviera en continua pugna con un “yo largo-placista”.
Esta anomalía explicaría que algunas chicas jóvenes tengan hijos no deseados fuera del matrimonio, lo cual reduce sus ingresos futuros, o que algunos individuos permanezcan desempleados. Dos adolescentes practicando sexo sin protección sería una muestra de falta de auto-control si están sobreestimando sus preferencias inmediatas a costa de despreciar el riesgo de unos costes elevados en el largo plazo (a costa, pues, de su suspuesta “metapreferencia” a no tener hijos en ese momento). Asimismo algunos individuos tienden a abandonar el empleo tan pronto como identifican algo que les desagrada, anteponiendo la satisfacción inmediata a su metapreferencia (encontrar trabajo): cada renuncia caprichosa les hace menos empleables.
Los estudios empíricos revelan que anomalías como la falta de auto-control están más presentes entre los pobres que en el resto de la población. Unos índices generales de inteligencia inferiores, determinados valores de clase baja transmitidos de generación en generación o las actitudes de la familia podrían explicar, según Beaulier y Caplan, esta diferencia. En dicho contexto, las ayudas a los pobres (incluso privadas) pueden incentivar sus “malos” comportamientos, saboteando sus posibilidades de salir de la pobreza. Prestaciones para las madres solteras con hijos o subsidios de paro incentivan que los jóvenes mantengan relaciones sexuales sin protección o que el paro infunda menos respeto y se busque trabajo con menos ahínco.
Los autores concluyen, sin embargo, que la tesis de su trabajo es simétrica: si incrementar las opciones de elección de los individuos por encima del nivel de mercado hace que se tomen más decisiones equivocadas, reducir las opciones de la elección por debajo del nivel de mercado tiene que ser beneficioso. Si los subsidios de desempleo incentivan la falta de auto-control y perjudican a los parados, las leyes que prohíben la vagancia la desincentivan y son beneficiosas, a pesar de ser anti-liberales. Si bien los autores no profundizan en esta cuestión, vale la pena apuntar por qué las enseñanzas de la economía del comportamiento no son simétricamente válidas para criticar el libre mercado.
Más allá de lo discutible de algunos presupuestos de la economía del comportamiento (como la primacía de las metapreferencias sobre las preferencias inmediatas), el hecho de que las personas se equivoquen decidiendo por culpa de sus anomalías no significa que el Estado pueda mejorar esas elecciones. En realidad, aunque teóricamente pudiera, nada nos garantiza que, una vez dotado del poder para interferir, vaya a hacerlo en la dirección que deseamos o que no vaya a desbordar el papel encomendado.
Las anomalías que afectan a las personas en general también afectan a los burócratas en particular. Un marco descentralizado y competitivo instituye los incentivos para controlar o corregir las anomalías que tienen resultados ineficientes, mientras que lo contrario ocurre en el caso de un monopolio público o agencia gubernamental, que no internaliza completamente los costes de sus errores.
Por otro lado, como señala Gary Becker, el derecho a equivocarse permite aprender de los errores, creando a la larga individuos competentes, independientes y que confían en sí mismos. Es el “proceso” de tomar decisiones lo que lleva a las personas a tomar mejores decisiones. Quizás llegar a ser una persona competente y responsable es una “meta-meta-preferencia” más importante que la metapreferencia de abandonar el tabaco.
En definitiva, la economía del comportamiento parece reforzar la conclusión de que las ayudas estatales incentivan los comportamientos que conducen a la gente a la pobreza, agravándola y perpetuándola. Incrementar las posibilidades de elección de los pobres por encima del nivel de mercado implica que los pobres no internalizarán los costes de los errores que son producto de esas anomalías (por ejemplo, la falta de auto-control), y que no tendrán incentivos para corregirlas. Pero reducir las posibilidades de elección de los pobres por debajo del nivel del mercado (mediante leyes contra la vagancia, por ejemplo), aparte de violar sus derechos y ser costosas para el contribuyente, mermaría su autonomía y su responsabilidad, creando personas dependientes, que no saben auto-disciplinarse y decidir por sí mismas, lo cual puede luego repercutir negativamente en muchas otras facetas de sus vidas.
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