Con frecuencia los defensores de ideas liberales nos encontramos ante la disyuntiva democrática de a quién confiar nuestro voto. Cuando todo el mundo es más o menos de izquierdas, los partidos políticos acomodan su mensaje a ese sector del espectro político, cada vez más amplio, de ahí que resulte un tanto absurdo –quizás opere aquí un cierto autoengaño– buscar entre la oferta política un producto que, de antemano, sabemos ya adulterado.
La mayoría de liberales españoles depositan su confianza en el Partido Popular, no porque defienda nítidamente un ideario compartido por sus electores, sino por la razón de que es menos socialista que los partidos de izquierda y el único con posibilidades de obtener una mayoría suficiente para gobernar. Pero la esencia del voto en democracia no es castigar a la opción enemiga, sino confiar la elección individual a aquel partido que defiende nuestros principios. Se da la paradoja, por tanto, de que cuanta mayor es la participación en elecciones especialmente reñidas –y todas las siguientes hasta las próximas generales lo van a ser–, más se desvirtúa el mecanismo democrático a efectos de representatividad. Si una porción notable de votantes del Partido Popular no se siente representada por sus políticos en temas tan sensibles como la educación, el aborto, el estado del bienestar, las subvenciones a la cultura, etc., con su insistencia electoral no hacen sino confirmar a los políticos de ese partido en su rumbo socialdemócrata.
En caso de que no aparezca un partido liberal-conservador, que defienda nítidamente la libertad civil frente al estatismo en todos sus ámbitos, lo único presentable en términos intelectuales es practicar la abstención. Se trata de enviar a los políticos sedicentemente liberales el mensaje de que hay una bolsa de posibles votantes que no acepta su doble juego. La abstención se convierte, así, en una forma de participación activa en el proceso democrático.
En realidad no hay nada más liberal que negarse a legitimar con el voto a una clase política que ha hecho de la socialdemocracia –una simple ideología, organizada con materiales de derribo del marxismo–, un régimen en el cual ninguno de los actores está dispuesto a salirse del papel previamente establecido.
La abstención es una forma de voto, y en las circunstancias actuales el más útil. Por lo demás, resulta mucho más productivo y a la vez gratificante, emplear el propio esfuerzo en difundir nuestras ideas entre la sociedad que intentar cambiar la mentalidad de los políticos, cuyos intereses y horizonte temporal son diametralmente distintos a los nuestros. Por otra parte, ¿no sería precioso poder ver a Gallardón pegándose de una vez el batacazo del siglo?
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