La corrupción sube a los titulares de los periódicos y abre los informativos de radio y televisión. Los españoles tenemos la sensación de vivir en un mar de corrupción. No es casual que la última vez que se generalizó esta impresión fuera en los últimos años de los 13 que estuvo gobernando el Partido Socialista. Entonces se produjo un cambio de ciclo político, y lo mismo ha ocurrido ahora, pero de un modo más profundo que la llegada al poder por vez primera de un partido político.
Ciudadanos tiene la pretensión de limpiar la democracia española, con tres instrumentos: el ejemplo, echando a los militantes que se aprovechen de su manejo del poder, el chantaje político con el apoyo a cambio de exigir el mismo comportamiento, y la introducción de normas que aminoren la corrupción. De lo primero apenas hay noticia, pues no han tenido mucha ocasión de corromperse, de lo segundo da la medida su apoyo al gobierno socialista de Andalucía con un consejero imputado, y de lo tercero un conjunto de medidas, razonables, acaso, pero insuficientes. Todo ello es previsible. Lo que es inconcebible es que ningún partido haga una reflexión seria sobre qué es la corrupción, por qué se produce y qué podemos hacer para reducirla de verdad.
Decimos que hay “corrupción” cuando los profesionales que trabajan para la administración, o los políticos que toman decisiones sobre los recursos públicos, o quienes legislan o introducen regulaciones, lo hacen para favorecer a ciertas organizaciones o grupos, o personas, y de paso a sí mismos. ¿Por qué hablamos de “corrupción”? Corromper, según el Diccionario de la Real Academia, es “alterar y trastocar la forma de algo”, o “echar a perder, depravar, dañar o pudrir”, o “hacer que algo se deteriore”.
El pensamiento que hay detrás del uso de esa palabra es que el Estado actúa o debe actuar para favorecer el bien común, y que su utilización espuria desvirtúa la esencia del Estado, y su misión. Hablar de “corrupción” supone tener una concepción idealizada del Estado, y separar la justificación de su existencia (fallos del mercado, búsqueda del bien común, reducción de las desigualdades y demás) de un fenómeno que le es extraño, y que se debe siempre a otra causa: tal o cual persona o partido que es se aprovecha del límpido Estado para beneficiarse a costa de los demás.
La realidad es exactamente la contraria. El Estado es fruto de la institucionalización, y autoperpetuación, de un grupo de poder. La motivación para alcanzar el poder y ejercerlo es el beneficio personal, pero el puro latrocinio no se puede mantener durante mucho tiempo. Hay que reforzarlo con el recurso a la violencia, y la amenaza, y en una segunda instancia, adquiriendo el apoyo de grupos que se beneficien, a su vez, de la participación del poder, o que obtengan otro tipo de beneficios. Como los acuerdos de los reyes con las ciudades al inicio de la era moderna, en contra de los intereses de los nobles. En ese proceso de enfrentamiento entre grupos y de acuerdos para mantener el poder, que describe John P. Powelson, surgen las instituciones, que él ve como “el mecanismo por el que quienes tienen el poder, ora lo intercambian por otros bienes, ora se lo quitan otros”.
La llegada histórica del capitalismo ha logrado enriquecer a las masas, que han pasado a exigir su participación en este proceso de latrocinio generalizado, lo cual ha favorecido la adopción de la regla democrática, primero, y del Estado de Bienestar, después. Ni la democracia ni el Estado providencia han cambiado la naturaleza del Estado; simplemente le sirven de cobertura ideológica. Lo que llamamos “corrupción” es la razón de ser del Estado, y la búsqueda del bien común es una pura cobertura ideológica. Es una forma de falsear la realidad, porque ésta es demasiado desagradable para que podamos vivir con ella. El más frío de los monstruos fríos es tan feo, tan amenazador que, como los niños, nos tenemos que tapar los ojos para poder seguir adelante.
¿Lucha contra la corrupción? Vamos, hombre.
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