Jerónimo Castillo de Bobadilla, uno de nuestros clásicos liberales de la Escuela de Salamanca, escribió en 1597 su obra principal en dos volúmenes, denominada Política para corregidores y señores de vassallos, en tiempos de paz y de guerra y para juezes eclesiásticos y seglares, juezes de comisión, regidores, abogados y otros oficiales públicos. Dicho tratado constituye una obra de referencia sobre la ciencia política y administrativa del Siglo de Oro español.
Su Política fue concebida con una finalidad eminentemente práctica, y se convirtió pronto en un clásico en donde se recogía numerosas observaciones y recomendaciones para el buen gobierno de los corregidores, jueces y otras autoridades municipales; todo ello tratado desde la propia experiencia profesional del autor. Si bien la obra sufrió ciertas amputaciones en 1640 a instancias de la Inquisición, se imprimieron numerosas ediciones de su Política hasta bien entrado el siglo XVIII.
Castillo de Bobadilla, sabedor de los desmanes de las autoridades municipales, denunciaba un hecho que, por desgracia, es hoy también de aplicación: «Pocos ayuntamientos hay donde no haya regidores aprovechando»; como se ve, todo un clásico. Ya por entonces nuestro jurista constató que el servicio público era en demasiadas ocasiones una mera plataforma para el lucro o promoción personal a expensas de los demás, siendo un sorprendente precursor del antirromanticismo político de la Escuela de la Elección Pública de J. Buchanan y G. Tullock, por lo menos a escala municipal.
En su haber de logros conceptuales, Castillo de Bobadilla en su Política para corregidores defendió la propiedad privada como refugio frente al poder, el principio de equidad para dar con sentencias justas, la costumbre como fuente de derecho jerárquicamente comparable a la ley escrita y, en ocasiones, superior a ella (acotando, pues, la autoridad del monarca) y pudo también expresar con nitidez sobresaliente –en el capítulo cuarto del segundo volumen de su Política– una de las leyes más universales que existen con respecto a la oferta: «Los precios de los productos bajarán con la abundancia, emulación y concurrencia de los vendedores».
Éste fue uno más de los numerosos y atinados hallazgos de los miembros de la fructífera Escuela de Salamanca. El pensamiento liberal sabe bien que la competencia supone la movilización más eficiente de los recursos, capacidades y conocimientos de los vendedores/productores en beneficio del consumidor y de la sociedad entera. No obstante, la inaplicación de dicha ley tiene un claro origen: la intervención de los poderes públicos sobre el mercado.
Siguiendo el enunciado de esta ley de Bobadilla, podemos decir que los precios de los bienes y de los servicios no bajan todo lo que debieran –inflación y expansión crediticia aparte– porque existen:
- Impedimentos a la abundancia de vendedores: burocracia o abrumadoras regulaciones inhibidoras de la iniciativa empresarial, licencias o autorizaciones selectivas de actividad, tipos impositivos elevados que descapitalizan a empresas, aranceles o restricciones a la importación, clasificaciones y recalificaciones administrativas que impiden la competencia entre oferentes de suelo, etc.
- Restriccionesa la emulación de vendedores: leyes excesivamente protectoras de los derechos de propiedad intelectual o industrial, monopolios a la explotación de ideas, etc. y/o
- Ausencia de la concurrencia de vendedores: monopolios estatales, concesiones administrativas de explotaciones en exclusiva, cuotas al libre establecimiento empresarial, acciones de oro, etc.
Nadie debiera quejarse por la llegada de la competencia, ni siquiera el empresario (pese a hacerle la vida un poco más complicada) pues es un beneficio social evidente. De lo único que debe lamentarse un empresario es de no ser capaz de modificar su estructura productiva para adaptar sus procesos productivos a los permanentes cambios que se dan en el mercado, siempre dinámico. El consumidor debería, en estos casos, tener siempre a su disposición la respuesta adecuada a dicha incapacidad empresarial: irse a la competencia que mejore lo ofertado (pese a que sus queridas empresas nacionales o de su terruño se queden sin ingresos. Es pertinente traer a colación esta cita de Adam Smith en su Riqueza: «La máxima de cualquier padre de familia [léase también estado] es nunca intentar hacer en casa lo que le costaría más hacer que comprar»).
Las empresas de cierto fuste, incluidas las multinacionales, no temen seriamente a los gobiernos ni a los reguladores públicos (las más de las veces pueden, y de hecho llegan, a acuerdos con ellos). Lo que realmente temen es a la competencia. Ella es un freno eficaz a sus abusos y sirve de acicate real para aumentar su productividad y explorar nuevas vías de producción, dando, por tanto, lo mejor de sí mismas.
Cuando la competencia hace acto de presencia pueden tomarse básicamente dos caminos: o bien abortarla o bien mejorar los precios o calidad de los bienes/servicios ofrecidos mediante la reducción de costes o la introducción de innovaciones de todo tipo.
Es lamentable constatar que el freno a que surja la competencia es fácil de conseguir, pues los empresarios socialmente improductivos o, en el mejor de los casos, saboteadores de la libertad, dedicados a la búsqueda de blindajes, privilegios o de rentas ajenas tienen demasiado a mano el canal legitimador de la coacción pública (sobre todo si ésta adolece de gatillo fácil para legislar a cambio de financiación) para, con su inestimable colaboración, revertir exitosamente esta ley económica expresada por Bobadilla en su Política e impedir que bajen los precios en el mercado mediante el logro de la escasez de oferentes, la restricción a la emulación o la ausencia de concurrencia de vendedores.
En estos casos habrán intervenido fatalmente elementos exógenos a la institución del mercado, poniendo en cuarentena la deseable rivalidad entre empresarios.
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