A los políticos de todo el mundo les resulta incómoda la libertad de expresión, puesto que les somete a un permanente escrutinio y una constante crítica, pero los diferentes gobiernos tienen maneras muy distintas de hacer frente a dicha incomodidad. Uno de los baremos, aunque no el único, de medir el grado de democracia en un Estado y hasta qué punto una sociedad puede considerarse libre es precisamente como se articula la coexistencia entre dicha libertad de expresión y los poderes públicos.
En un sistema realmente democrático y propio de una sociedad libre, los gobernantes aceptan el hecho de que se pueda denunciar sus fallos y se les critique. Aunque les pueda resultar incómodo, permiten el normal desarrollo de la libertad de expresión no como un mal menor sino como un bien necesario para los ciudadanos. No tratan de constreñir la acción de los medios de comunicación ni coartar, en unos tiempos en los que internet ofrece infinitas posibilidades para ello, la libre expresión de los ciudadanos.
Cuando esa relación entre libertad de expresión y poder político se desarrolla de manera diferente estamos ante una realidad distinta. No se puede hablar de democracia ni, mucho menos, de una sociedad abierta y libre. Los argumentos para tratar de imponer unas reglas de juego basadas en la coacción y el recorte de la libertad son múltiples, pero siempre esconden el objetivo final de querer acallar las voces críticas. Es lo se ve en diferentes lugares del mundo, como un Irak en el que se condena a un medio extranjero por denunciar el autoritarismo del primer ministro o una china donde desde hace años una media de cincuenta ciberdisidentes están encarcelados de forma simultánea.
Las caras más terribles de esa represión de la libertad de expresión en Iberoamérica son los 16 periodistas asesinados en la región en medio año y las 27 profesionales de la información presos en las cárceles cubanas, así como la paliza a Yoani Sánchez y otros dos blogueros independientes a manos de la policía castrista. Pero, aunque menos tremendas, los ejecutivos populistas de la zona están articulando otras formas para impedir la difusión de mensajes críticos y no controlados por ellos. Como bien ha denunciado la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), la extensión de gobiernos inspirados en el de Hugo Chávez a lo largo y ancho de la región está produciendo un aumento de las normas destinadas a recortar la posibilidad de que los medios y sus profesionales se expresen con libertad.
Vemos como gobiernos como el venezolano, el argentino o el ecuatoriano, entre otros, apelan a diferentes motivos para impedir el normal funcionamiento de los medios. El kirchnerismo recupera una legislación de Perón y argumenta que la libertad de expresión no puede estar por encima de los supuestos derechos laborales de unos "canillitas" cuyo sindicato es fiel al matrimonio presidencial. También legisla sobre la propiedad de los medios en nombre de la lucha contra fantasmagóricos monopolios. En otros casos el argumento es que los periodistas sólo deben contar "la verdad" o, incluso, que deben ser fieles a los principios revolucionarios.
La libertad de expresión no es algo que ataña tan sólo a los periodistas o a los medios de comunicación. Es en sí misma un elemento fundamental para que una sociedad sea abierta y libre. Cuando desaparece el daño lo sufren todos los ciudadanos. Demasiadas partes de América caminan a un ritmo cada vez más acelerado hacia el autoritarismo.
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