En febrero pasado tuvo lugar una de las inauguraciones más esperadas de España: la línea de alta velocidad entre Madrid y Barcelona. 16 años después de la puesta en marcha del AVE a Sevilla, las dos principales ciudades de España están, por fin, conectadas por un tipo de tren que puede mirar de igual a igual al transporte aéreo. Han hecho falta, eso sí, muchos años de obras y una multimillonaria inversión que ha corrido por entero a cuenta de los presupuestos del Estado. Los modernísimos trenes que sirven en la línea realizan un recorrido de 621 kilómetros en unas dos horas y media, atendiendo, de paso, a ciudades intermedias como Zaragoza o Lérida.
La expectación ha sido tal que durante los últimos años parecía que no existía otra obra pública en España. Sus avances y, sobre todo, las continuas incidencias, han protagonizado infinidad de portadas de prensa y han servido de arma arrojadiza en el Parlamento, sin importar quién estuviese al frente del Gobierno. A lo largo de la próxima década se irán incorporando nuevas líneas, como las del Levante o las del norte, pero si hay algo seguro es que no darán tanto que hablar ni crearán tanta polémica como la Madrid-Barcelona.
Concluida la obra y hechas las fotos de rigor antes de las elecciones de marzo, los españoles han descubierto que el AVE es rápido, cómodo y seguro, sí, pero también caro a rabiar. Si antes el tren no era competitivo por su lentitud, ahora no lo es por su precio. Se puede volar de Madrid a Barcelona por unos 50 euros en una aerolínea regular, por menos incluso si hay tarifas promocionales u ofertas puntuales. La apertura de los cielos europeos había afectado tanto a esta transitada línea –el mayor puente aéreo del mundo– que se contaban por decenas de miles las personas que cada día daban el salto de una ciudad a otra a precios siempre a la baja.
Con el AVE, del que todos esperaban que arruinase el negocio aéreo, los precios en lugar de bajar han subido, y considerablemente. La tarifa básica ronda los 350 euros ida y vuelta, algo más si lo que se pretende tomar es un tren sin paradas y cantidades astronómicas si se aspira a viajar en primera clase. Ofertas, por el contrario, hay pocas, son muy rígidas y sólo se aplican en un número muy reducido de frecuencias. ¿Por qué ha sucedido esto?
En principio el tren de alta velocidad cuenta con muchas ventajas operativas con respecto al avión. Los convoyes pueden alargarse o acortarse, cosa que los aviones no. Circula por una línea dedicada y para en estaciones dedicadas -muchas veces construidas al efecto-, mientras los aviones han de padecer los atascos en Barajas, el congestionado espacio aéreo de Madrid o el sempiterno caos de El Prat. Pero a pesar de ello Renfe, es decir, el Estado, que es quien opera la línea, ha decidido convertir su buque insignia en un producto de lujo, reservado a bolsillos pudientes y enfocado comercialmente al mercado empresarial, el más goloso y por el que tradicionalmente se han peleado las aerolíneas.
Lo ha hecho porque es dueña en régimen de monopolio de una línea que, sin embargo, se ha construido con dinero público. El monopolio tiene su contrapartida. La operadora no puede fijar libremente las tarifas como hacen Iberia o Spanair. Tiene el Gobierno que aprobarlas primero. En nombre, claro, del servicio público y del bien común. El bien común, por lo pronto, pasa por rascarse la cartera si se quiere viajar en AVE, porque el resto de servicios ferroviarios entre Madrid y Barcelona –Alvia y Altaria– han quedado suprimidos desde el día de la inauguración.
El resultado ha sido que el tren de alta velocidad ha quedado para los que pueden permitírselo y el avión para los que viajan de baratillo. Es decir, exactamente lo contrario que antes. Podría hablarse de la famosa ley de las consecuencias no deseadas pero no creo que se dé en este caso. El Gobierno, dueño del tren y, casi, casi de los que van dentro, necesita amortizar la red y suministrar oxígeno a una compañía, la nacional de ferrocarriles, que cuesta un riñón y se ve abocada a operar líneas ruinosas en los más recónditos y despoblados puntos de la geografía española. Entretanto, los que se las veían felicísimas esperando viajar en 2008 a toda velocidad de Atocha a Sants, tienen que seguir pescando por internet gangas aéreas de última hora sin un mal Talgo que echarse a la boca.
La clásica merienda de negros del "bienestar" en la que nada funciona como debiera y en la que, como decía Erhard, unos meten la mano en el bolsillo a los otros. La siguiente pregunta es si una línea de alta velocidad entre Madrid y Barcelona sería económicamente viable para que un emprendedor afrontase el proyecto y, si es así, en cuánto tiempo alcanzaría la rentabilidad. Eso, claro, es materia para otro comentario.
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