La dicotomía política se traduce en diversas contraposiciones según convenga en cada momento. La dirección de tamaña burla al sentido común queda, habitualmente, en manos de aquellos considerados a sí mismos "de izquierdas".
Conservadores y progresistas, con la amplitud de significados que pueden acoger sendos términos. Oportunistas y radicales, como quiso reducir M. N. Rothbard en alguna parte. Reaccionarios y vanguardistas, que viene a decir poco más o menos lo mismo pero guarda matices reveladores. La cuestión –y quizá la segunda distinción sea la más aséptica, pero no por ello acertada, de las tres descritas– es que izquierdistas y derechistas, dentro de sistemas políticos occidentales y contemporáneos, poseen un eje común que les inspira y acomoda: su manifiesta fe en el Estado.
Aunque sean igualmente estatistas cabe establecer una importante diferencia: el Estado de la derecha es paternal, no en un sentido tan tuitivo como el de la izquierda, sino desde la disciplina y la afirmación de la responsabilidad individual, si bien es cierto coincide en esencia y concretos desarrollos teóricos y prácticos con el Estado izquierdista. Éste, muy al contrario, resulta dulcificado (en su versión socialdemócrata) y asimilable a una actitud de impronta maternal, capaz de moralizar a través de valores colectivistas tan atávicos como contrarios a la sociedad abierta, consiguiendo ciudadanos dóciles en algunos aspectos, pero fuertemente indisciplinados en la mayoría.
Tras décadas de feroz intervencionismo la derecha política tuvo su pequeño despertar liberal en Occidente. En absoluto se trató de una auténtica revolución liberal. Sí de una cómoda asimilación de contadas consignas atribuibles al credo liberal. Con ellas se salió de la crisis en la que se vio inmerso el estatismo democrático del momento, dando la apariencia de más mercado cuando en realidad lo que se hizo fue variar el modelo de relaciones entre un Estado creciente con un mercado capaz de oxigenarlo y hacerlo ligeramente viable (a corto y medio plazo).
Frente a esta situación de cambio, en una época convulsa y muy adversa al discurso izquierdista clásico, los progresistas buscan nuevos horizontes demostrando una capacidad camaleónica inaudita en sus adversarios. Adoptan como propios, sin rasgarse las vestiduras ni revisar mitos, sofismas y burdas consignas que le son inherentes, los métodos de intervención y estatismo de la derecha, logrando acomodar su discurso a la demanda de moderación inspirada por la ciudadanía. El mercado se convierte en un servidor de causas de elevada estima y superioridad incuestionable, recuperando sin problemas la primacía moral e ideológica sobre el amplio espectro de la derecha política.
Dado que ninguna intervención queda sin descoordinación y efectos perniciosos y contrarios al fin originalmente perseguido, el estatismo de mercado de las dos últimas décadas acaba encallando en sus propias contradicciones y carencias intelectuales. La derecha recupera brío no tanto desde el impulso que una nueva apelación al liberalismo parece proporcionarle, sino de una suerte de pragmatismo directamente conectado con la eficacia misma de un sistema (la socialdemocracia occidental) entendido como insuperable y definitivo. "Hacerlo mejor", pero no cambiar lo malo, sencillamente dotar de soluciones más eficientes a los resquicios fundamentales del apego socialdemócrata compartido con la izquierda.
Desde el izquierdismo, con la rapidez de recuperación habitual, se retoma la iniciativa aceptando máximas como son la aparente liberalización de ciertos sectores, la bajada selectiva (y por ello engañosa) de ciertos impuestos, la apelación al mercado y la iniciativa privada como sinónimos de la excelencia económica de una nación…
Las razones de esta falta de auténtica confrontación en cuanto al modelo de intervención son las que siguen: izquierda y derecha son igualmente estatistas; desconocen los valores que hacen posible la sociedad abierta y dinámica que vivimos; y lo que es más importante, ignoran por completo los fundamentos teóricos elementales de la economía política más próxima a comprender la realidad social tal y como es, y no a través de formulaciones ad hoc y una metodología profundamente equivocada.
Es imposible que la derecha venza en un debate cualquiera en contraposición con lo que se viene denominando "ideario progresista", o mero izquierdismo. La superioridad moral de éstos arrastra hacia la pública contradicción a todo el que ose cuestionar propuestas, poses o concretas misiones políticas de izquierdas. La derecha tiende a tropezar en algún momento, por muy bien construido que llegue a estar su discurso. Coincidiendo en las taras intelectuales básicas parece virtualmente imposible mantener la firmeza ante determinados recursos dialécticos o tópicos y lugares comunes "políticamente correctos".
Derecha e izquierda coinciden, aunque los primeros lo hagan con disimulo, en que el intercambio libre y voluntario puede ser injusto, que suma cero porque siempre hay uno que gana contra otro que sale perdiendo; se dan la mano en la convicción de que la distribución de la riqueza puede ser objeto de corrección en pos de objetivos muy superiores al respeto de la propiedad legítima de los individuos; ambos está de acuerdo en que el Estado es inevitable, incluso deseable, como resorte o intermediario capaz de mejorar las circunstancias, promoverlas o regenerar situaciones de interacción; el Estado resulta incontrovertible, aunque como hemos visto su modelo varía, pero nunca en lo fundamental: su mera existencia y legitimidad de intervención y dominio sobre los individuos; también coinciden izquierdas y derechas en el ciego convencimiento de que es la demanda la que crea su propia oferta, y no al revés, siendo el consumo la base del crecimiento económico; de ahí que el Estado acabe por convertirse en un estimulador, en un justo redistribuidor, en un inversor y gastador eminente (con dinero ajeno, claro), único capaz de superar las miserias propias de los individuos; todos, absolutamente todos, a izquierda y a derecha, abogan por que el dinero sea una válvula de estímulo, que corra barato generando inflación; incapaces de afrontar grandes retos sociales se valen del inflacionismo como mejor método para rebajar salarios reales para estimular el empleo… o eso creen que consiguen.
La derecha pierde en los debates no porque carezca de sanos principios y valores adecuados (algunos desmadrados por simple complejo de resistencia), sino porque aun teniéndolos se ven afectados por su evidente estulticia económica. Incluso los mejores pensadores contemporáneos pertenecientes al orbe derechista acabaron y acaban frustrando maravillosas escaladas argumentativas. Todo gracias a un defecto teórico imperdonable en todo pensador social: el completo desconocimiento de una buena teoría económica. Es más, liberales reconocidos, presuntos economistas incluso, han terminado cayendo en el mismo error, sirviendo con sus postulados y posiciones ideológicas al que es el origen mismo de toda la perversión intelectual de la ha sido capaz de Hombre: la creencia en un Estado deseable o inevitable como requisito de la sociedad occidental, capitalista, abierta e individualista que a pesar de todo y de casi todos, disfrutamos. Al final, y al principio, todo debate entre izquierdistas y derechistas acaba por concentrarse en lo anecdótico, cuando no en la más terrible derrota de los mejores valores merced del gravísimo complejo intelectual que padece todo aquel que no se sienta de izquierdas.
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