Si interesarse poco por la política significa interesarse poco por depositar un voto en unos comicios electores, podríamos decir que los ciudadanos estadounidenses se ocupan y preocupan bastante poco de su cosa política. Si consideramos sus elecciones presidenciales, que son muy probablemente las más trascendentales para el conjunto de la nación, en el último siglo ha sido permanente la participación por debajo del 60% e incluso fue inferior al 50% en las segundas presidenciales ganadas por Bill Clinton allá por 1996.
Este hecho contrasta notablemente con otro: que los estadounidenses votan si no por todo, por casi todo. En los años 90, había más de medio millón de funcionarios de algún modo elegidos en votación popular en EEUU y hoy el número es presumiblemente superior. El politólogo californiano Austin Ranney explicaba la hondura democrática de su país con su propia experiencia: entre proposiciones estatales, municipales, senador, congresista, representantes, funcionarios del condado y municipales…en una consulta electoral tenía derecho a emitir más de 70 votos para cargos o consultas distintas.
En el primer tercio del siglo XIX el insigne filósofo político francés Alexis de Tocqueville plasmó su fascinación por la cultura democrática estadounidense en su obra "Democracia en América". Con la parcial excepción británica, ningún país se había fundido con la democracia del modo en que lo había hecho la nación estadounidense. Pero, ¿por qué los estadounidenses, ciudadanos del país quizás más democrático del mundo, participan tan poco en sus elecciones? Entre los argumentos que se han esgrimido están el laborioso sistema de registro previo para poder ejercer el derecho al voto, la saturación en parte comprensible por poder votar por casi todo o el efecto dilución de poder de cada voto típico del sistema electoral para sus presidenciales o que –y esto llama la atención a muchos europeos- las elecciones son en días laborables. Siendo sin duda argumentos razonables, creo empero que hay razones más de fondo para explicar la apatía electoral de los estadounidenses y que emergen de los propios patrones distintivos de esa nación que es Estados Unidos:
Una nación nacida del laissez-faire
Estados Unidos nació a finales del siglo XVIII de una revolución que rechazaba las jerarquías, la nobleza, la aristocracia y la monarquía heredadas de las estructuras feudales y que ensalzó, por el contrario, el individualismo y la meritocracia. H. G. Wells señala que Estados Unidos fue abiertamente una nación anti-Estado.
Hasta qué punto Estados Unidos es una nación que hizo del laissez-faire y el liberalismo clásico su bandera lo podemos comprobar si comparamos las fuerzas sindicales europeas con sus homólogas estadounidenses. Al menos hasta la Gran Depresión, sus movimientos sindicales eran más anarquistas que socialistas, como la American Federation of Labor que fue considerada como conservadora por europeos que no entendían la sociedad estadounidense. Otro tanto similar sucedió con los Industrial Workers of theWorld. Incluso Franklin Delano Roosevelt, el presidente estadounidense que quizás más alejó a su país de los ideales del laissez-faire, criticó en 1928 al presidente conservador Hoover por el déficit. En 1996, el demócrata e izquierdista Bill Clinton llegó al poder asegurando que la era del Gobierno Grande había llegado a su fin. Sea como fuere, y con independencia de que al final tantos presidentes del país han hecho tanto contra la libertad individual y por expandir el Gobierno, la retórica política estadounidense no puede escapar de ideas y conceptos forjados por el pensamiento liberal que recelaba del Gobierno y combatía al Gobierno Grande.
Mientras en los países europeos es mayoría aplastante dentro del movimiento izquierdista y sindical los que defienden que el Estado debe garantizar niveles de vida a los desempleados, en Estados Unidos no llega a la mitad de los miembros sindicales el acuerdo con tal afirmación según los estudios de Karlyn Keene y Everett Carll.
Estados Unidos siempre ha sido un país embarazoso para los socialistas y marxistas. En cierto modo fue la refutación de Marx y Engels cuando consideraban que aquellos países con estadios más avanzados del capitalismo serían más proclives a la instauración del socialismo. Y es que el socialismo nunca ha echado raíces ni cuajado en EEUU. Werner Sombart intentó responder a aquella excepcionalidad americana en "¿Por qué no hay socialismo en América?". El individualismo estadounidense nunca casó bien con las conciencias de clase, y probablemente éstas fueron del todo innecesarias en un país en un sentido liberal igualitarista, donde se habían rechazado las jerarquías y estructuras sociales verticales. El progresismo en Estados Unidos, incluso uno radical y revolucionario, era de cuño libertario; así, el socialismo en EEUU en el mejor de los casos era prescindible.
De ahí se colige y explica que mientras los estadounidenses muestran una innata prevención contra el Gobierno como institución, son por otro lado fervorosos y ejemplo sin igual en el mundo cuando de asociacionismo libre y voluntario se trata.
Estados Unidos identificó desde sus orígenes la cosa pública como una sospechosa y aun peligrosa, y se refugia para ello allí donde los ciudadanos se expresan con más libertad: en la "cosa privada". Por ello, la pobre participación de la ciudadanía estadounidense a la hora de las decisiones políticas y de la cosa pública es, sencillamente, natural.
La poca observancia de la ley creada por el Estado
Igual que Estados Unidos nació del individualismo, el igualitarismo liberal, y las estructuras horizontales opuestas a las jerarquías…, también es un país donde los derechos se anteponen conceptualmente a los deberes. Y en contraste con las sociedades europeas y aristocráticas, el ciudadano no es conformista sino incluso rebelde. Como hemos visto, la autoridad política no es objeto de pleitesía y ciega obediencia para el estadounidense al modo tradicional que lo sería para un europeo. Para calibrar hasta qué punto está engranado el cuestionamiento de la autoridad en EEUU, podemos tener en cuenta que Stephen Anderson asegura que los médicos estadounidenses son de los que más tienen que consensuar con el paciente su el tratamiento.
A poco que profundicemos, observaremos que la textura jurídica estadounidense es sumamente densa. Es decir, se trata de una sociedad enjundiosamente ‘juridificada’. Podría decirse que Estados Unidos es el país de los juicios y litigios casi por antonomasia (de los ciudadanos contra el Gobierno y de unos frente a otros); no en vano, ostenta como país el récord de abogados per capita, y suma más de la cuarta parte de letrados del mundo entero.
Estas cuestiones explican en parte las tasas de delincuencia en Estados Unidos en comparación con otros países occidentales. Los estadounidenses son más rebeldes e indómitos –lo cual conecta con su vena emprendedora-. Rendir sumisión y observancia a la autoridad política es algo que va contra su naturaleza. Por ello, son más renuentes a cumplir con aquellas obligaciones morales que los políticos les encomiendan. Entre ellas, votar.
Un país profundamente religioso
Ya en tiempos de Toqueville, la extensión y profundidad de la observancia religiosa en Estados Unidos es algo que le llamó la atención a este galo, pues llegó a decir que "no hay país en el mundo en el que la religión cristiana tenga mayor influencia sobre los hombres que en Estados Unidos". Y ello a pesar de que el Gobierno de EEUU era nítidamente neutral religiosamente, incluso más: religión y Gobierno eran cosas separadas y distintas, hasta por ley. Comparados con cualquier país europeo, los estadounidenses duplican y aun triplican y más niveles de fe y creencia así como de prácticas religiosas.
Precisamente esa libertad religiosa, ese libre mercado de religiones que es Estados Unidos, ha ahondado en la suspicacia de los órganos e instituciones políticas. Los europeos, cada vez más seculares, lo somos en relación con las religiones divinas. Y es que los europeos somos más que nunca más terrenalmente religiosos, adoradores en suma del Gobierno y sus próceres. La profunda religiosidad estadounidense ha servido, en suma, como contrapeso a la autoridad terrenal.
Dentro de la preferencia de lo privado frente a lo público, y de las creencias elegidas frente a las políticas impuestas, los estadounidenses son diligentes para sus prácticas y reuniones religiosas pero apáticos y desinteresados de las prácticas políticas.
La prolija estructura de "pesos y contrapesos" del sistema político de EEUU
La Constitución de EEUU, nacida del período revolucionario, divide los tres poderes del Estado tal como definió en 1748 Montesquieu en su obra "Del Espíritu de las Leyes" (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) en la Presidencia, dos Cámaras (Congreso y Senado) y un Tribunal Supremo federal. Dado que Estados Unidos se constituyó a partir de una ideología abiertamente anti-Estado, aquel sistema político debía ser débil, nunca fuerte ni potente pues la Constitución debía de servir a modo de corsé para constreñir y limitar las capacidades y funciones políticas y gubernamentales so pena de avasallar las libertades de los individuos. Tanto es así que los llamados Artículos de la Confederación, que sirvieron a modo de Constitución en la década que va desde el año posterior a la proclamación de independencia hasta la redacción de aquélla en 1787, no establecieron como tal un poder Ejecutivo. La figura del presidente no aparece definida hasta la Constitución finalmente ratificada en 1789, y éste nunca es elegido directa sino indirectamente a través de un Colegio Electoral y sus poderes de veto podían ser rechazados por mayorías cualificadas de las Cámaras. La Constitución, por su parte, no puede ser modificada sin un apoyo cualificado de las Cámaras y un refrendo por tres cuartos de los estados.
Es decir, no es extraño que los estadounidenses pongan un limitado interés en una serie de poderes que, al menos tradicionalmente, son bastante limitados.
El historiador estadounidense Richard Hofstadter afirmó que más que tener ideologías, Estados Unidos era en sí misma una ideología. De ahí que algunos se hayan aventurado a hablar del norteamericanismo como un neologismo que incluir en la ciencia política. Mientras, los europeos que hemos heredado estructuras feudales, nos creemos los más modernos; que mantenemos disposiciones sociales verticales y jerárquicas, nos creemos los más progresistas; que rendimos observancia grupal a la autoridad política, los más insurrectos y revolucionarios sociales. No es de extrañar que los estadounidenses, al menos políticamente, nos vean a los europeos en el mejor de los casos ingenuos, y en el peor de ellos simplemente idiotas.
Cuanto menos entendamos qué es Estados Unidos, menos entenderemos la mejor representación ideológica contemporánea de un concepto. La civilización.
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