Si la tecnología permite que no tengamos que trabajar en el futuro, desaparecerá una importante fuente de motivación y de afán de superación del ser humano.
Hace unos días publicaba Juan Ramón Rallo un artículo en el que proponía un más decidido avance hacia “una sociedad de propietarios” como remedio para evitar que una todavía mayor subida de impuestos sea el único recurso frente a un sistema de pensiones en grave riesgo por el envejecimiento de la población y la posible automatización de un importante número de puestos de trabajo.
Evidentemente, si las máquinas (robots, aplicaciones, algoritmos, etc.) sustituyen a un alto porcentaje de trabajadores sin que seamos capaces de crear nuevos empleos suficientemente remunerados, los robots serán quienes tendrán que mantenernos, ya sea porque somos sus dueños y nos pertenece el valor añadido que generan, ya sea a través de nuevos impuestos que recaigan sobre el excedente que dichas máquinas producen (con las implicaciones de todo orden que esa carga impositiva implica). Si la sociedad de propietarios de “máquinas” que propugna Rallo no se convirtiese en realidad y fuésemos cada vez menos los trabajadores (por la competencia de las máquinas), la recaudación tendría, necesariamente, que aumentar para poder mantenernos a todos.
Es cierto, como señala Juan Ramón en otro de sus artículos, que “no cabe dar una respuesta apodíctica a la cuestión de cuál es necesariamente la influencia de los robots sobre el empleo”, pero también es cierto que los cambios tecnológicos se están produciendo a una gran velocidad que, además, está acelerándose; que todo ello está afectando y, sobre todo, afectará, de golpe, a sectores completamente distintos, que emplean a millones de personas (hostelería, distribución, industria, agricultura, etc.); que las máquinas están demostrando capacidad para sustituir al hombre no sólo en tareas simples y automatizadas, sino en otras más complejas (como ocurre en sectores como el sanitario, el jurídico, o el financiero etc., donde los efectos de la tecnología se empiezan a vislumbrar); que, de hecho, ese desarrollo tecnológico está llegando incluso a tareas creativas, reservadas, según algunos, solo a los humanos (aunque con limitaciones, parece que las máquinas son capaces hasta de empatizar con el cliente… y eso que estamos en una fase muy temprana); que a pesar de la contrastada capacidad de adaptación y superación del ser humano, nuestras capacidades -las de cada uno- son las que son y llegan adonde llegan (no todos tenemos las cualidades que van a ser necesarias en el futuro, y a medida que la inteligencia artificial se desarrolle, menos) y, sobre todo, que son muchas las personas que no son conscientes del riesgo, son reacios al cambio y confían en que siempre habrá alguien -normalmente el Estado- que venga a solucionarle sus problemas.
Y este último es, creo, el principal problema de la solución que plantea Juan Ramón. Para que la solución propugnada -sociedad de propietarios- triunfe, lo primero y fundamental es que cambie la mentalidad de la gente. Tal y como se advertía en un estudio del Instituto Juan de Mariana del año 2006 (citado por Rallo en su artículo, en el que él mismo participó y en el que ya entonces se propugnaba la misma sociedad de propietarios, aunque no por los mismos exactos motivos), para que el cambio sea posible debemos ser conscientes del problema, y, además, volvernos más ahorradores, más tolerantes al riesgo, sentirnos más responsables de nuestro propio destino y sin miedo a fracasar. Y ya se sabe que cambiar la mentalidad de mucha gente es muy difícil y más si tiene que ser en no mucho tiempo.
Pero esas no son las únicas dificultades: la mentalidad y los intereses de políticos y burócratas también van por otro camino; la presión fiscal sobre el ahorro no decrece, haciéndolo más difícil; no todos estamos en igual situación para ahorrar, ni vamos, por edad, a disponer del mismo tiempo para hacerlo antes de que la sustitución definitiva de nuestros empleos, si es que llega, llegue; muchos -los mayores ya jubilados o a punto de jubilarse, los jóvenes, los recién nacidos o por nacer etc.-, tendrían que depender del ahorro de terceros, generalmente de sus familiares, y de lo largas que sean las vidas de estos para poder beneficiarse de esa propiedad -eso sin tener en cuenta, además, el impuesto sobre sucesiones-; nadie garantiza que la inversión que realicemos vaya a ser rentable en el largo plazo, y menos en un mundo tan cambiante, en el que todos los sectores van a experimentar transformaciones brutales en los próximos diez o quince años que hacen más difícil acertar los caballos ganadores; para los que no sean propietarios, o hayan perdido sus ahorros, no sería tan claro -en ese futuro hipotético- el papel del trabajo, aun del no cualificado, como último recurso; el conocimiento de los inversores tendría que ser, además, global, ya que en un mundo cada vez más interconectado cualquier empresa, nacional o extranjera, puede hacerse con la hegemonía mundial de su sector gracias al efecto red y las economías de escala, o por lo menos, hacer que el campeón nacional no progrese como se esperaba (si los políticos ayudan a fomentar esas diferencias entre empresas de distintos países dificultando o ralentizando, con sus políticas, el desarrollo de sectores concretos en países determinados, todavía peor); el campeón de dentro de diez años no tiene por qué ser el mismo dentro de veinte, lo que obliga a estar pendiente permanentemente; aunque contemos con ayuda de inversores profesionales no todos acertarán e incluso los de mejor trayectoria pueden descarrilar en una sociedad tan cambiante etc.
La vida sobre la tierra no ha sido nunca fácil, y el desarrollo tecnológico no va a hacer que lo sea del todo. Nadie tiene la supervivencia garantizada y, por mucho que se desarrollen las máquinas, tampoco la va a tener en el futuro. Todos hemos dependido, al menos en algunas fases de nuestra vida, de otros para nuestra supervivencia, y seguirá habiendo dependientes también en el futuro; y tendremos que cooperar y ayudarnos los unos a los otros, a veces de manera gratuita, porque siempre habrá quien por sí solo lo tenga difícil, en algún momento, para seguir… Lo que hay que hacer es evitar que esa supervivencia dependa de los políticos y los burócratas.
Transformarnos en una verdadera sociedad de propietarios/inversores es imprescindible, pero no sólo por los riesgos fiscales de los que alerta Juan Ramón. El desarrollo tecnológico, acabe o no con el empleo, va a brindar importantes herramientas para el control de las personas, sobre todo por parte de políticos y burócratas: cuanta menos gente dependa de ellos para sobrevivir, menor será su poder; cuantas más personas se sientan libres (y con recursos materiales que hagan esa libertad más efectiva), y dueñas de sus propias vidas, mayores estímulos habrá para hacer frente a quienes quieran coartar esa libertad; cuantas más personas se sientan responsables de lo suyo, más activos y controladores serán también con los gestores empresariales (muchos de los cuales están acumulando cada vez más poder, y no sólo económico).
El problema de la libertad es que exige que la motivación y las ganas de defenderla estén en muchos. Si la tecnología permite que no tengamos que trabajar en el futuro, desaparecerá una importante fuente de motivación y de afán de superación del ser humano; si además no dependemos de nosotros mismos sino del Estado para sobrevivir, habrán desaparecido dos; si los políticos pueden mermar más todavía el derecho de propiedad con impuestos abusivos para mantener al resto, habrán desaparecido tres… Espero que seamos capaces de encontrar fácilmente sustitutos, porque como la ilusión, el afán de superación y el espíritu de lucha desaparezcan…
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!