El anuncio por parte del Gobierno de la Comunidad de Madrid de su intención de introducir una reforma legislativa autonómica que atribuirá la condición de "agente de la autoridad" a los profesores de los colegios públicos no ha servido lamentablemente para abrir un debate serio sobre el calamitoso estado de la enseñanza en la sociedad española. Aparte de los foros donde se plantean alternativas al modelo socialista que los españoles padecen desde hace veinte años, la noticia no pasó de la anécdota.
Desde mi punto de vista, esa propuesta legislativa no solo constituye una confesión del fracaso del sistema actual de enseñanza obligatoria y estatalizada, sino también un desenfocado intento de poner remedio a una de sus más llamativas consecuencias con un parche que soslaya plantear la reforma global del sistema. Es la constatación de que el intervencionismo estatal en una actividad cualquiera causa unos fallos que, a su vez, provocan el incremento de la regulación para corregir los efectos no deseados, en una espiral que conduce a la planificación total. Por ser más preciso, apunta una paradoja de la que no pueden sustraerse algunas reformas políticas que promueve el Gobierno (autoproclamado liberal) de Esperanza Aguirre: la limitada competencia legislativa que el tambaleante régimen constitucional y estatutario asigna a su comunidad autónoma le impide afrontar reformas generales y tampoco promoverlas por la persecución que las ideas liberales y la coherencia sufren en su partido. En cambio, a veces se centra en medidas cosméticas que no prestan atención a las coordenadas del sistema, pueden crear más problemas y no tienen nada de liberales.
La justificación dada a la medida ha sido falaz. Ni supone una novedad notable –tiene precedentes en Valencia y Cataluña– ni el fin pretendido de atajar los crecientes casos de agresiones de distinta gravedad por parte de alumnos y padres a los profesores de la enseñanza obligatoria (sobre todo de secundaria en institutos públicos) tiene visos de lograrse por esa vía. Se ha dicho que considerarlos legalmente como "agentes de la autoridad" les proporcionará una protección jurídico penal reforzada que disuadirá a los potenciales agresores de atacarlos. Sin embargo, se oculta que los tribunales consideran a los profesores de los centros públicos sujetos pasivos del delito especial de atentado tipificado en el artículo 550 del Código Penal, cuando son agredidos desempeñando su labor o como consecuencia de ella. Cuestión distinta es que deba aplicarse a los alumnos agresores la ley de responsabilidad penal de los menores, que, para empezar, busca más la componenda amparada por los fiscales que el esclarecimiento de los hechos como requisito previo para después juzgar responsabilidades.
Desde una perspectiva jurídica, la única consecuencia palpable de esta medida consistirá en que acciones como la resistencia o la desobediencia de los alumnos a sus profesores podrían ser punibles, bien sea como delito o bien como falta. Utilizo el condicional porque esa penalización por remisión al concepto de agente de la autoridad concurrirá con el régimen disciplinario de los alumnos establecido por la legislación estatal. De esta manera, siguiendo la lógica del sistema, muchos fiscales de menores sobreseerán las denuncias por actos de desobediencia grave en las escuelas (como ocurre con algunas agresiones) con el argumento de que la tramitación de un procedimiento para aplicar el derecho penal, considerado la ultima ratio del Estado, debe decaer cuando existe un régimen disciplinario que sanciona conductas que se solapan.
En cualquier caso, para calibrar hasta que punto esa proclamada recuperación de la obediencia y el respeto a los profesores resulta incongruente con ese régimen disciplinario escolar, conviene recordar que éste prohíbe las sanciones que vayan más allá de la expulsión temporal del alumno por un mes o el cambio forzoso de centro para acciones tan graves como la propia agresión al profesor, y siempre previa tramitación de expediente que resolverá el consejo escolar. Frente a las más comunes alteraciones del orden en la clase, los profesores no pueden echar a los alumnos a no ser que el jefe de estudios los llame a su presencia.
No es ninguna casualidad, por otro lado, que la mayoría de los incidentes graves tengan lugar en la educación secundaria obligatoria, etapa de la enseñanza reglada donde la LOGSE de 1990 introdujo la escolarización forzosa hasta los dieciséis años. Esta norma se mantiene sin cambios en la Ley orgánica de educación vigente (arts. 3 y 4). Como se sabe, hasta entonces la enseñanza primaria obligatoria se prolongaba hasta los catorce años y, superada esa fase, los alumnos que deseaban proseguir sus estudios (y sus padres) podían elegir entre el bachillerato o la formación profesional.
Por supuesto, la docencia adolecía de las taras propias de una actividad fuertemente intervenida, cuya prestación el Estado pretendía monopolizar mediante sus propios colegios, u otros concertados, para asegurar su obligatoriedad y gratuitad (Art 27.4 CE). Sin embargo, al menos en lo que concierne a la cuestión que analizamos, se mitigaba la permanencia de adolescentes que asistían a clase contra su voluntad más aguerrida. Por el contrario, la elevación de la edad de escolarización obligatoria aumenta el número de alumnos que no duda en recurrir a la coacción y la violencia para manifestar su malestar e intimidar a sus profesores y compañeros, justo a una edad que suele ir acompañada de una mayor fortaleza física. ¿Qué sentido tiene forzar a esos muchachos a asistir a clase y a sus padres a matricularlos? ¿Es compatible un ambiente académico de una mínima calidad con el despliegue de una fuerza represiva proporcional a la amenaza de los alborotadores?
Esa obligatoriedad de la educación constituye el elemento determinante del incremento de la violencia en las aulas. Luego podrán debatirse otras reformas. Pero si quieren reducirse los conflictos que destruyen las enseñanzas que puedan tamizar una mayoría de alumnos de un sistema mediocre y adoctrinador –por no hablar de la autoestima y la dignidad de los maestros– se debe comenzar por la supresión de la educación obligatoria a partir de los catorce años. A continuación suprímase la prohibición legal de trabajar a los mayores de esa misma edad, al menos como aprendices. Cada individuo puede ser gradualmente el mejor policía de si mismo en este ámbito, si no se limitan las vías posibles para aprender.
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