El progresismo es la expresión política de la fe, sí, en el progreso. ¿Cómo culpar a nadie de tener ese convencimiento a finales del XIX y comienzos del XX? La riqueza y sus signos florecían. Son fáciles de achacar a la ciencia, a la razón, y convertir a éstas en el deus ex machina del relato. Si la razón nos da la capacidad de imaginar una sociedad perfecta, y la ciencia, con su hermana bastarda, la tecnología, nos dan los medios necesarios para construirla, ¿a qué esperamos? Sólo necesitamos a las personas más capaces, audaces y entregadas a la ardua labor de la perfectibilidad humana. Hay suerte. De algún modo, nunca faltan.
También se necesita libertad. Pero una nueva libertad, no “ese concepto altamente formal y limitado” de los liberales clásicos, decía John Dewey. No, nada de limitar la coacción. La libertad es “el poder efectivo de hacer cosas específicas”. Woodrow Wilson señalaba que la libertad no era ya la de Jefferson. “Hoy la libertad es algo más que el hecho de que te dejen en paz. El programa de un gobierno de libertad debe ser en estos días positivo, no meramente negativo”. De acuerdo con William Willoughby, el progresismo “busca la acción del Estado como el único medio practicable a la vista, de dar al individuo, a todos los individuos, no sólo a una clase social económicamente poderosa, una libertad real”. Es decir, la capacidad de “hacer cosas”, como dice el filósofo.
Por eso, con la excepción de Randolph Bourne, los progresistas se sintieron extasiados con el estallido de la Gran Guerra y la participación de los Estados Unidos en ella. Era la gran ocasión para someter a todos a un propósito común, por lo que “las posibilidades sociales de la guerra”, en expresión de Dewey, eran enormes. La crisis aparejada a la guerra ofrecía la posibilidad de “un uso más consciente y extenso de la ciencia para fines comunales”. George Creel, periodista, director del Comité de Información Pública dedicado a la propaganda bélica, creyó que el conflicto aceleraría la solución de “los inveterados problemas de la pobreza, la desigualdad, la opresión y la desdicha”. Con escasas excepciones, los líderes negros se sumaron al entusiasmo de los progresistas. Desde la proclamación de la emancipación y las Enmiendas 13 y 14, los negros mayoritariamente han identificado su progreso con la actuación de un gobierno federal fuerte. Esa fe apenas ha cambiado.
“Las libertades civiles”, dice Eric Foner en The Story of American Freedom, “nunca habían sido una preocupación del progresismo, que siempre vio el estado nacional como la encarnación del propósito democrático”. Ambos elementos, la exaltación de la guerra y la desconsideración hacia los derechos individuales, llevaron en plena época progresista estadounidense al mayor ataque a la libertad de imprenta de su historia. Se habla mucho de Joe McCarthy, pero él jamás pudo alcanzar el nivel de control de la opinión pública desde el Estado que lograron los progresistas en el poder.
Todo ello es lógico. Pero hay elementos del progresismo histórico que pueden resultar más chocantes. Para ellos, el principio democrático prevalecía sobre el individuo y sus derechos; al fin y al cabo, achacaban al individualismo gran parte de los males sociales. Pero ese democratismo debía conjugarse con el sometimiento de la política a la razón, y eso no es fácil. Hay que jugar con el censo electoral. Concedieron el derecho de voto a la mujer en la confianza de que eran una fuerza electoral independiente, que podría orientar la política hacia el bien común.
Pero no fue lo único que hicieron. Entonces, el concepto de raza, que no era solamente anatómico, empapaba la forma de pensar de la gente. Sigamos con Foner: “Los afroamericanos estaban excluidos de prácticamente cada definición progresista de libertad”, pues se ve que tenían muchas. “En algún sentido, la retirada del derecho al voto de los negros del sur era una reforma típicamente progresista; un paso, según decían sus defensores, hacia la mejora del electorado”. Los test de inteligencia de los reclutas del Ejército “parecían confirmar ‘científicamente’ que los negros, los irlandeses americanos y los nuevos inmigrantes estaban muy por debajo de los protestantes blancos en la escala de test de inteligencia”. David Sothern ha recogido que el aumento de los linchamientos, la negación del derecho al voto y la segregación en el sur en el comienzo del siglo “fueron de la mano de las formas más avanzadas del progresismo sureño”. La búsqueda de una sociedad perfecta puede llevar a políticas menos perfectas.
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