El hombre es dueño de sí, de las cosas sin otro dueño sobre las que pueda llegar a extender su dominio efectivo (los límites son discutibles), o de las que adquiera mediante pactos de transmisión firmados con sus legítimos dueños. El hombre es dueño de sus creaciones autónomas, logradas a través de acciones que involucran bienes o elementos sobre los que ejerce previo dominio. El hombre es dueño del fruto de las creaciones que llegue a realizar y comunicar socialmente, y merece pleno reconocimiento en cuanto a la autoría y el renombre respecto a las composiciones, ideas y demás creaciones de las que sea capaz.
Si consideramos semejantes aseveraciones como ciertas y fuera de toda duda (postura en exceso arrogante, por cierto), quizá logremos concluir algunos aspectos en cuanto a la posibilidad o imposibilidad de una propiedad de tipo intelectual.
Debemos desplegar el concepto en dos vías distintas, complementarias, pero autónomas: el derecho moral de todo autor de una idea original, por inaudita, a ser reconocido socialmente como padre de la creación. Ante la pugna entre aspirantes o el cuestionamiento de la autoría, en vida o una vez muertos uno o varios de los candidatos en lid, cabe el juicio imparcial y la resolución emitida por un tercero dotado de la suficiente autoridad.
Por otro lado podemos hablar de derechos económicos derivados de la presunta autoría. Una vez probada o no discutida aquella, entra en cuestión si la idea o receta, por intangible y reproducible o aplicable sin límite, puede ser tomada o puesta en práctica industrial por cualquiera con ánimo de lucro.
La disputa se complica y dudamos sobre el concepto mismo de lucro. La copia para consumo privado debe ser libre, en este sentido, pero no está tan claro que la puesta a disposición de dicha copia en una red estable de intercambios donde se espera que otros hagan lo propio con copias de otras creaciones no despliegue beneficios mutuos y conocidos o estimados a priori. Si esto es o no lucro solo puede resolverse a la luz de la definición que quiera darse de él; si es pecuniario y mercantil, obviamente no lo es.
Hecha la distinción se abre la controversia en cuanto al derecho del autor a extender su dominio sobre los rendimientos pecuniarios que genere su obra o creación. Siguiendo la lógica desarrollada al comienzo parece razonable que así sea. Sucede entonces que el autor se enfrenta a la difícil tarea de excluir y perseguir al explotador que no le transfiera una parte de los beneficios logrados. Si así fuera es de suponer que un tercero imparcial no censuraría la libertad de proceder a la obtención de rendimientos de la idea por un tercero cualquiera, pero sí que el reparto de los beneficios alcanzados no enriqueciera al padre de la creación. Coinciden en este caso tanto creaciones artísticas intangibles, literarias en sentido amplio (incluida la música), con las creaciones con aplicación industrial.
Surgen dos figuras contractuales que pretenden delimitar satisfactoriamente la exclusión, dotando a explotador y creador de las garantías y el sosiego necesarios: en el caso de la edición se pactan el número de copias, el ámbito territorial y el tiempo de oferta al público de las mismas. En cuanto al contrato de patente, el autor logra que el explotador admita la novedad de su creación y de igual modo se pacta la aplicación y el ámbito espacial y temporal de la comercialización. Aclaremos que las ideas patentables son aquellas caracterizadas por gozar de novedad, actividad inventiva y aplicación industrial.
Sucede entonces que a pesar de estas figuras contractuales terceros siguen explotando la creación de dos formas: bien reconocen al autor abonándole una parte de los beneficios unilateralmente fijada, o por el contrario, no reconocen al autor ni moral ni económicamente, o aun admitiendo la autoría, no comparten su beneficio derivado de la explotación de la creación.
Dada la conflictividad y las dificultades de exclusión efectiva surgen dos instituciones coactivas que procuran la constitución de un orden exigible erga omnes de reconocimiento y exclusión: como es obvio únicamente una estructura de dominación irresistible (Estado) puede instaurar un monopolio de este tipo.
La patentabilidad y la regulación de los derechos de propiedad intelectual en sentido amplio, previenen la incursión y la persiguen en su infracción. Sistemas de acceso al reconocimiento institucional, a través de registros con procedimientos tasados y requisitos de inscripción, garantizan el dominio del creador.
Tiende a ser estricto y constitutivo en el caso de creaciones con aplicación industrial, dejando al resto la posibilidad de registrar, por seguridad, pero sin carácter constitutivo. De igual modo la regulación restringe la reproducción y comercialización de la idea forzando a autor y explotador, en su caso, a cumplir la previsión contractual establecida en la norma pertinente. No existe ya la libre reproducción quedando a merced de un tercero imparcial la fijación de una parte específica del beneficio, o en su caso, a través de una transacción que zanje el conflicto.
Analizado el problema de este modo, resumo: existe la propiedad intelectual. Su existencia despliega complicaciones en cuanto a la exclusión. Espontáneamente surgen mecanismos morales y jurídicos para mejorar el dominio. La incursión del Estado, la pugna de intereses sectoriales o la coyuntural infracción masiva, empujan a la constitución de mecanismos de exclusión monopolísticos, y por tanto, estatales e "irresistibles". No existe, en todo caso, derecho del autor a lucrarse por el tráfico de copias privadas, e incluso, y así lo queremos ver, en situaciones donde existiendo lucro, el tipo de red de intercambios no guarda con exactitud los elementos propios del trueque: intercambio de un bien definido por otro igualmente definido, donde dos partes identificadas quedan satisfechas obteniendo un beneficio subjetivamente considerado.
La propiedad intelectual, con especial intensidad la considerada como industrial, ha sido extirpada del proceso social. El Estado, extendiendo su monopolio, impide el descubrimiento de nuevos, justos y eficientes mecanismos de definición y defensa de los legítimos derechos de propiedad intelectual. Su alternativa es estática e ineficaz. No sabemos qué formas de exclusión podrían surgir en un ambiente de libertad y competencia, lo que no debe llevarnos al argumento más sencillo: puesto que hoy por hoy resulta harto complicado no identificar propiedad intelectual con estatismo, neguemos su existencia en base a argumentos utilitaristas que ignoran por completo la naturaleza ética de la misma.
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