Existe una norma por la cual se establece una garantía mínima para los bienes de consumo duradero. Un primer y apresurado análisis de los efectos para los consumidores de esta obligación para los fabricantes sería posiblemente positivo: como el fabricante se tendrá que hacer cargo de los posibles defectos del producto, tratará de no engañar al cliente.
Sin embargo, cualquier fabricante o vendedor que quiera sobrevivir en el mercado, está interesado en "no engañar" al cliente. Si su producto se muestra consistentemente como defectuoso, y no es capaz de proporcionar un servicio postventa razonable, aquellos fabricantes que sí lo ofrecen le desplazarán y obligarán a salir del mercado.
Por tanto, el incentivo normativo de la garantía no tiene efecto alguno apreciable sobre los competidores, al menos en un sentido beneficioso para el cliente. De hecho, en ausencia de la norma, es muy posible que muchos productores ofrecieran la garantía junto al producto, de la misma forma que, en la actualidad, hay fabricantes que ofrecen espontáneamente mayores plazos que los normativamente estipulados. El periodo de garantía se constituye así en un parámetro de diferenciación del producto.
Pero, desde otro punto de vista, la normativa que obliga a dar una garantía al producto no deja de constituir un empaquetamiento de servicios, que obliga a adquirir al consumidor un producto que desea (la TV o el coche) junto a otro que tal vez no (el servicio postventa de garantía).
Resulta evidente que ambos bienes tienen por separado un precio, y que el precio del producto sin la garantía normativa sería inferior al que tiene con garantía. Sería el consumidor quien decidiera si comprar más barato un producto sin garantía o más caro el que la incorpora. El prestigio y la fiabilidad del fabricante podrían ser suficientes para que determinados clientes prescindieran de la garantía. En general, se incrementaría la oferta para el cliente, al menos en gama de precios.
Con la normativa lo que ocurre es que se obliga a pagar más al cliente por algo que tal vez no quiera, lo que supone más ingresos para los fabricantes. Además, se excluye del mercado a los servicios técnicos independientes durante el periodo de la garantía normativa, cuya adquisición forzosa impedirá en la práctica que uses servicios de otros distribuidores. Finalmente, impide la competencia entre marcas en el servicio postventa.
Como se observa, la garantía, más que proteger al consumidor, parece beneficiar a los suministradores: les otorga más ingresos y disminuye la rivalidad entre ellos, y de terceros. Todo eso, por vía legal. Es fácil imaginar quiénes habrán estado detrás de estas exigencias al Gobierno… ¿o no?
La garantía viene a suponer un empaquetamiento forzoso de productos. Recordemos que una de las conductas por las que la CE sancionó a Microsoft en 2004 fue, precisamente, el empaquetamiento forzoso de Media Player con Windows. Los empaquetamientos forzosos de productos (que son constantes en todos los mercados) no tienen por qué ser malos para el consumidor, y en un mercado libre nunca lo serían.
Pero es precisamente esa la condición que no se cumple con las garantías de productos duraderos en España, y lo que despierta la duda sobre los beneficios de la medida para los consumidores.
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