Esta pregunta está en la mente de numerosos expertos de distintas disciplinas, políticos y personas de bien. La respuesta, sin embargo, dista mucho de ser sencilla, a pesar de ser muchos los que durante muchos años han reflexionado sobre ella. Quizás sea una pregunta sin una respuesta válida o, más bien, una pregunta incorrecta.
Diseccionémosla brevemente en sus distintas partes, y probablemente acabemos el análisis con más preguntas de las que empezamos.
En primer lugar, ¿qué es la pobreza extrema? Podríamos considerarla como el estado que sufren las personas que carecen de los medios más básicos de subsistencia, si bien es un fenómeno complejo que incorpora múltiples componentes (como una altísima tasa de mortalidad, enorme vulnerabilidad ante cambios pequeños, falta de acceso a los mercados, nivel de higiene muy escaso, analfabetismo, etc.).
No obstante, dentro de quienes podrían considerarse como extremadamente pobres, existe una elevada dispersión y heterogeneidad entre las características y necesidades de éstos. Cada comunidad de pobres puede presentar rasgos muy distintos, incluso dentro de un mismo país. Éste es un primer obstáculo a la pregunta que nos planteamos, dado que implica la necesidad de analizar, desde un "enfoque micro", las características de los pobres como un grupo muy heterogéneo.
En segundo lugar, ¿cómo se mide la pobreza? El enfoque estándar consiste en definir una línea de pobreza, a partir de la cual se contabilizan el número de pobres. A pesar de los matices y críticas que se le han hecho, la línea de pobreza más conocida es la que asigna el calificativo de "pobre" a aquellos que ganan menos de 1 dólar al día.
Este tipo de cuantificaciones son casi siempre problemáticas, y como resultará obvio, este caso no es una excepción. Uno de los hechos que se destacan acerca de las características de la vida económica de los más pobres, es la elevadísima irregularidad de sus ingresos a lo largo del tiempo. Éstos pueden vivir periodos en los que reciben ingresos relativamente altos –en comparación con la pobreza extrema-, alternados con otros periodos donde no ganan nada. Este hecho no puede ser captado por la línea de pobreza.
Además, como han señalado algunos especialistas en la materia, "los juicios sobre cuántos pobres hay en el mundo y cómo evoluciona esta cuantía en el tiempo tienen mucho más de lobby político que de validez científica".
En tercer lugar, el "debemos" de la pregunta implica una obligación moral a que las personas con un nivel de vida occidental ayuden a las personas más pobres del mundo. Esto es una cuestión delicada. Perfectamente, cualquier individuo puede sentirse, de forma libre, responsable a donar parte de su renta a aquellos que carecen de los medios básicos de subsistencia, con la buena intención de ayudar. Pero esto tiene un problema: se puede prestar a una actitud acrítica hacia lo que genéricamente se conoce como la ayuda externa al desarrollo, y caer presa del populismo demagógico que vende soluciones sencillas en un breve plazo.
Para el economista del crecimiento William Easterly, tras décadas de arduas investigaciones, millones de regresiones y numerosas mentes brillantes estrujándose los sesos, no sabemos realmente cuál es la receta universal que hay que aplicar para acabar con la pobreza. Este desconocimiento –la ignorancia ganada a base del estudio y la investigación empírica- es precisamente lo que ha surgido de tantos trabajos en los que se trataba de hallar la variable o variables clave –sujetas, supuestamente, al control del gobierno: capital físico, infraestructuras, capital humano…- que hicieran despegar económicamente a los países más pobres.
Entonces, dado que parece que estamos haciéndonos la pregunta equivocada, o que es una pregunta sin respuestas claras, démosle la vuelta: ¿qué debemos no hacer para acabar con la pobreza? A esto sí podemos dar algunas respuestas, gracias a años de experimentos fracasados llevados a cabo por aquellos que nunca debieran haber metido mano en estos asuntos. Señalemos simplemente dos cosas que no se debería hacer: 1) los envíos masivos y descuidados de ayuda al desarrollo, que acaban finalmente en manos de dictadores y elites causantes principales de la pobreza; y 2) las políticas agrícolas proteccionistas de los países ricos, que suponen importantes problemas sobre los agricultores de los países pobres.
Quizás bastaría con no tomarse demasiado en serio la pregunta del título de esta columna. Al fin y al cabo, no saber qué puede hacerse desde Occidente para acabar con la pobreza del Tercer Mundo puede ser una buena noticia, como sugiere Easterly. Ello evitaría planes megalómanos con eficacia discutible, y daría mayor autonomía a la gente pobre, que es la verdadera protagonista, y la que realmente sabe cómo progresar –si es que le dejan- dadas las circunstancias particulares que le afectan.
Con esto nos acercaríamos a la máxima médica: "Lo primero es no hacer daño". Ya sería un paso importante.
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