Desde hace aproximadamente un año, raro es el día en que no se menciona la palabra crisis. Los tiempos de felicidad y bonanza de los años anteriores parecen definitivamente desterrados y a la mayoría de la gente le surgen tres preguntas: ¿cómo hemos entrado en crisis? ¿Cómo podemos salir de ella? ¿Y cuánto durará?
Atendiendo a los distintos medios de comunicación, las respuestas que se nos ofrecen son muy variadas e incluso incompatibles entre sí. Lo que sí se admite de forma prácticamente unánime es que existe un componente financiero en la misma, cuestión que es fácilmente verificable atendiendo a las distintas quiebras o nacionalizaciones bancarias. Todo esto ha alarmado, lógicamente, a multitud de personas que ni por asomo pensaban que la situación podía ser tan distinta en tan breve lapso de tiempo.
Para entender la crisis hay que comprender básicamente qué es el dinero. Para ello debemos atender a sus orígenes, cuando la humanidad empieza a abandonar el autoabastecimiento y comienza a comerciar. Esta nueva actividad se materializó mediante el trueque, es decir, una persona intercambiaba uno o varios bienes por otro u otros. La condición indispensable era que ambas partes quisieran los bienes ofrecidos en intercambio. Este sistema supuso un gran avance, ya que podían consumirse bienes que el individuo no produjese, pero a su vez limitaba mucho los intercambios, ya que comprador y vendedor debían disponer de bienes que mutuamente deseasen. La solución llegó con el empleo del dinero. Su concepto era muy simple: se trataba de bienes deseados por cualquiera de las partes, y que a su vez fuesen admitidos por otros posibles compradores y vendedores. Para ello se buscaron bienes fácilmente transportables y relativamente escasos, lo que condujo, finalmente, a los metales preciosos (fundamentalmente oro y plata). Al ser almacenable y no perder valor con el paso del tiempo, al papel que jugaban como elemento de intercambio se le unió otro: permitir el ahorro.
Es por ello que el dinero, desde sus inicios, fue un instrumento que servía de elemento de intercambio y ahorro, debido a su facilidad de transporte, almacenamiento y conservación y a su escasez. Estas características eran, en ocasiones, olvidadas por los responsables de la acuñación de las monedas. Así, ya en el Imperio Romano, determinados emperadores trataron de crear dinero de la nada disminuyendo la proporción de metales preciosos en la moneda. La consecuencia no podía ser más catastrófica, ya que la moneda automáticamente perdía valor en la relación de intercambio con el resto de bienes y aparecía el fenómeno de la inflación, que afectaba especialmente a personas con bajo nivel de ingresos, cuya única capacidad de ahorro se encontraba en la acumulación de monedas.
Con la aparición del papel moneda el papel de los metales preciosos (fundamentalmente el oro) no se olvidó, ya que el billete se transformaba en un pagaré que podía ser cambiado por oro por su poseedor. Por tanto el dinero seguía conservando las características de almacenamiento, transporte y escasez. El problema surgió cuando el billete dejó de tener una de las características esenciales, la escasez. La emisión monopolística de moneda y billetes por parte de los bancos centrales permitió a determinados gobiernos el empleo de políticas creativas que buscaban crear dinero de la nada. La limitación existente a la hora de imprimir billetes desaparecía si éste perdía su convertibilidad. Ya la cantidad de dinero en circulación no dependía del oro almacenado, sino de la capacidad de impresión de los bancos centrales. Con un coste de emisión infinitesimal, acudir a la emisión de moneda se transformaba en una tentación demasiado fuerte para determinados gobernantes. El resultado se dejaba ver en seguida, ya que el dinero perdía valor de intercambio, por simple aplicación de las leyes de oferta y demanda. Este envilecimiento traía consigo una subida generalizada del precio monetario del resto de los bienes.
Al dejar de ser el dinero un bien escaso, los tipos de interés dejaron de fijarse por oferta y demanda. Así, si el interés inicialmente era el producto de la realización de infinidad de transacciones en las que prestamistas e inversores se intercambiaban el dinero a cambio de una remuneración libremente pactada, ahora era fijado en una mesa de despacho por los responsables de emitir la moneda. Esto conducía a desequilibrios entre la oferta de ahorro y la demanda de inversión que eran resueltos con emisiones de papel por parte de los bancos centrales. Al aumentar la cantidad de dinero en circulación éste perdía indefectiblemente su valor de intercambio, con lo que perdía su valor como elemento de ahorro. Por tanto se buscaban inversiones alternativas, que encima contaban con el inconveniente de tener unas expectativas de recuperación irreales y anormalmente altas creadas por precisamente por la abundancia de dinero barato.
Este sistema motivó que se considerase normal tener un IPC por debajo de una determinada cifra marcada como objetivo. Amén del error de cálculo cometido al identificar inflación con IPC (cuando este indicador no es más una media de aumentos de precios de determinados elementos de consumo, que se presumen se corresponde con una cesta de compra media, olvidando el otro papel esencial del dinero, el ahorro), no se podía obviar el hecho de que cualquier tasa de inflación por encima de cero supone una merma en el ahorro de los ciudadanos, especialmente de los más pobres, cuyo ahorro se fundamenta esencialmente en la acumulación de dinero.
La búsqueda de productos de ahorro alternativos motivó el encarecimiento de éstos, que no era sino el resultado del envilecimiento de la moneda y de su pérdida como valor de referencia estable. Así, recientemente hemos podido observar cómo se produjo un crecimiento elevadísimo en la cotización de las acciones, que no guardaba relación alguna con los métodos de valoración más empleados (como, por ejemplo, el PER). Posteriormente, cuando los inversores se empezaron a preguntar masivamente si las sociedades cotizadas justificaban lo que estaban pagando por sus acciones, se produjo una baja generalizada su precio, trasladándose dichos ahorros al sector inmobiliario. El mismo fenómeno se ha producido en el sector inmobiliario con el inconveniente de tratarse de inversiones más elevadas que ha conducido a muchas personas a apalancarse a plazos elevadísimos por unas cuantías que difícilmente son asumibles en cuanto se produce la más leve minoración en los ingresos obtenidos.
Por tanto, la pérdida de las características esenciales del dinero y la manipulación de las leyes de oferta y demanda en el ahorro e inversión ha conducido a esta crisis. Este fenómeno ha sido, sin duda alguna, agravado por las prácticas bancarias de emplear masivamente el endeudamiento a corto para financiar deudas a largo plazo, y la falta de empleo de los más elementales cálculos de riesgos a la hora de evaluar las posibilidades de devolución por parte de los inversores. Así mismo, en el caso particular de España la rigidez de la oferta inmobiliaria y el hecho de que sea la base de financiación para determinadas administraciones han endurecido las consecuencias al elevar el precio de los inmuebles y dificultar su construcción y compraventa.
Por tanto la pregunta de cuánto durará la crisis dependerá de que se pretenda devolver al dinero su papel esencial, o que se siga empleando de manera creativa por parte de los bancos centrales, olvidando tanto la escasez intrínseca que le da su valor, como las leyes de oferta y demanda a la hora de fijar su retribución (interés).
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