En los últimos tiempos, los políticos han centrado sus actuaciones en la corrección del déficit público. Imposible estar ajeno al debate, que afecta directamente a nuestros bolsillos, y en el que este Instituto acaba de entrar de lleno con un espléndido informe. Sin embargo, no creo que el debate pueda quedarse aquí, hay que llevarlo más allá, hasta el punto de plantearse si de verdad el déficit público es una magnitud tan relevante como nos quieren hacer creer para el desempeño de la economía. A ello se dedicarán las siguientes líneas.
Como es bien conocido, el déficit público es la diferencia entre los gastos y los ingresos de cada administración pública. Esto es, la cantidad que gasta el Estado por encima de aquello que ingresa. Evidentemente, este déficit ha de ser cubierto de alguna forma, típicamente mediante endeudamiento de la administración afectada, en el entendido de que en el futuro tendrá un superávit y podrá devolver el préstamo.
El dato que se nos da de déficit público suele ser en forma de porcentaje sobre el Producto Interior Bruto del territorio sobre el que la administración ejerce su poder. Esto es, cuando se dice que en España hay un déficit público del 8%, ello significa que el Estado (conjunto de administraciones en España) ha gastado más de lo que ha ingresado un 8% del total de lo que se produce en España. No quiere decir que se ha gastado un 8% más de los ingresos tenidos, no, como alguien podría pensar y como quizá aplicaríamos nosotros en nuestra economía doméstica: la base es siempre la "riqueza" generada en el país durante el periodo en cuestión.
La lógica económica que dota de importancia al indicador es la siguiente: para sobrevivir, el Estado se ha de comportar como una familia o una empresa, y ha de tender a equilibrar sus gastos con sus ingresos. Si sistemáticamente se gasta más de lo que se ingresa, la familia o empresa está llamada a desaparecer, pues, si bien es posible que le den crédito y pueda cubrir déficits puntuales, no le van a otorgar crédito indefinidamente, por lo que al final tendrá que ajustar gastos e ingresos. Por tanto, el Estado también tiene que tender al déficit cero.
A partir de aquí, ya tenemos el indicador para los políticos: que el déficit sea el mínimo posible, esto es, el que sugiera la CE o el FMI. Es curioso que no siga el paralelismo con la familia, a la que sí se le exigirá eventualmente déficit 0.
Sin embargo, ese indicador no es más que el dedo al que mira el tonto cuando el sabio apunta al cielo. El déficit público no es el problema para los individuos, por mucho que los políticos y su corte mediática de periodistas y expertos económicos nos lo quieran hacer creer. De hecho, no es más que una cortina de humo para ocultar el verdadero problema. Veamos por qué.
La primera falacia estriba en la asimilación economía doméstica-economía de Estado. Una economía doméstica o empresarial puede ajustar su déficit mediante dos formas básicas: aumento de ingresos o recorte de gastos. Ambas son compatibles con la sostenibilidad del resto de los agentes y de la economía en general. En efecto, si la familia/empresa es capaz de aumentar sus ingresos, lo hace porque alguien está dispuesto a pagar más por el trabajo o servicios que sus miembros proporcionan, lo que implica que espera sacar un beneficio superior a dichos productos. Por tanto, el crecimiento de la economía familiar es compatible con el sostenimiento de la economía general, y no se producirá en otro caso, salvo que la familia/empresa se dedique a delinquir para completar sus ingresos.
Sin embargo, esta opción no es tal para el Estado. En efecto, el Estado obtiene sus ingresos mediante coerción y no mediante libre intercambio. En los intercambios con el Estado, una de las partes no incrementa su riqueza; así, la riqueza que se apropia el Estado se consume, por lo que no es compatible el crecimiento del Estado con el sostenimiento de la economía general. No se genera más riqueza con el crecimiento del Estado; más bien al contrario, se destruye. Así pues, fiarse en el déficit público como indicador para el sostenimiento de la economía del país es un grave error, pues la corrección de ese déficit público puede suponer la destrucción de la citada economía, si se hace por la vía de aumentar los ingresos.
Podría parecer que el déficit público es, por tanto, un indicador sobre la viabilidad del Estado. Pero vuelve a ser mentira, por las razones ya explicadas. El Estado, como consumidor neto de recursos, no puede ser viable sin una economía privada que lo sostenga, por mucho que su déficit sea cero o incluso tenga superávit. Por tanto, es el tamaño del Estado, medido como se mida, la verdadera referencia que nos informa a los individuos sobre la sostenibilidad de nuestra economía, y es en donde deberían estar enfocadas nuestras miradas.
Un ejemplo puede ser ilustrativo. Imaginemos dos Estados, uno con un 10% (sobre ingresos) de déficit público y otra con superávit del 10%, ambos en un territorio que produce por valor de 1 billón de Euros. ¿Se puede determinar con esta información cuál de los dos países es sostenible?
No es posible, hay que saber el tamaño del Estado: no es lo mismo un 10% de déficit sobre 1 millón de Euros (Estado casi mínimo) que un 10% de superávit sobre 1 billón de Euros (el Estado se apropia de toda la producción). En el primer caso, el país no confronta ningún problema; mientras que en el segundo, se está consumiendo todos los recursos sin ahorro alguno.
La segunda de las falacias que querría poner de manifiesto es la creencia de que el déficit público sea una magnitud básica para la nación; en realidad, es únicamente importante para el Estado. Que el Estado colapse no implica que la economía colapse, por mucho que políticos y afines se empeñen en hacérnoslo creer. Por concretar, no es España la que necesita que cuadren las cuentas públicas; es únicamente el Estado español quien lo necesita.
Diariamente, y por desgracia, quiebran un gran número de empresas. En todas ellas, se ha producido un déficit (gastan más de lo que ingresan), por lo que son insostenibles. Quiebran, desaparecen, sus recursos se dirigen a otros usos, y la economía sigue su devenir. No colapsa la economía porque colapse uno de sus agentes.
Evidentemente, si colapsa una empresa grande, serán muchos más los afectados que si lo hace una pequeña. Más accionistas, más trabajadores, más clientes y acreedores. Todos ellos deberán asumir sus pérdidas y seguir adelante. Es evidente que los más perjudicados de esta situación no son los clientes ni los trabajadores, sino posiblemente los propietarios y los acreedores, que verán reducido su patrimonio.
Lo mismo ocurrirá si colapsa el Estado. Por supuesto, mucha más gente se vería afectada, posiblemente todos los individuos que lo soportan, habida cuenta del gran tamaño que los Estados representan en las economías actuales. Pero con ese colapso quedarían liberados cantidades ingentes de recursos que se volverían a la economía privada, la única en que, como se ha explicado, se genera riqueza.
Por ello, es muy dudoso que el colapso del Estado conllevara el colapso de la economía de la nación gobernada. Al desconcierto inicial sucedería un periodo de crecimiento espectacular en el que los recursos liberados se dirigirían, en parte a aquellas de las actividades con valor de las proporcionadas por el Estado, y en parte a nuevos usos, dirigidos por los emprendedores ávidos de ganancias, y ya sin los obstáculos regulatorios.
No hay, pues, que ecualizar el colapso del Estado con el colapso de la economía. No hay ningún análisis teórico que hagan pensar que eso ocurriera, y en cambio sí hay amplia evidencia histórica de empresas (e incluso Estados, véase el siglo XVII en nuestro país) que quiebran, sin dejar efectos apreciables en la economía tras un corto periodo de tiempo. ¿Quién se acuerda ahora de ese enorme emporio que constituía Lehmann Brothers?
En conclusión, el déficit público es una métrica que induce a confusión y a error en las actuaciones. Se ha argumentado que el Estado no es una economía doméstica o empresarial, pues no tiene capacidad para generar riqueza, dado que los intercambios en que participa son coactivos; por ello, no se puede asumir que incrementan la riqueza de los participantes, sino lo contrario. En consecuencia, no basta que el Estado se maneje como las economías domésticas para ser sostenible. En el Estado no es compatible el crecimiento con el sostenimiento, lo que sí ocurre con los otros agentes. Por tanto, no es una opción para la sostenibilidad del Estado la corrección del déficit público por la vía de mayores ingresos, solo se puede hacer recortando los gastos.
También se ha tratado de desmontar la ecuación Estado – territorio gobernado. Si bien los políticos se empeñan en referirse al déficit público como un problema de los individuos del país, en realidad es exclusivamente un problema del Estado que lo gobierna. Son los Estados los que pueden colapsar si mantienen su déficit público y, como resultado, dejan de encontrar ahorradores que les presten su dinero. Y es evidente que ese colapso no afectaría a todos, a unos más y a otros menos. Pero de eso a que se colapse la economía, en un sistema con millones de individuos y con todos los recursos que quedarían liberados tras ese colapso, hay un gran salto causal nada obvio.
Así que no se dejen engañar. Cuando el Estado les señale el déficit público como problema, mire al Estado a ver qué tamaño tiene. Y sepa que quien pretende reducir aquel a costa de incrementar éste, es quien realmente lleva a la economía al colapso y la ruina.
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