La proximidad de las próximas elecciones municipales nos ayuda a repensar muchas cosas, entre ellas el valor -y la importancia- de los núcleos urbanos.
Dado que el hombre es un animal social, no es extraño que, para muchos, la ciudad sea uno de los mayores inventos de nuestra especie, aunque seguramente sea sólo la consecuencia, casi inevitable, de que seamos como somos.
Puntos de comunicación
Como dice Glaeser:
[las ciudades] suponen la ausencia de espacio físico entre las personas y las empresas. Representan la proximidad, la densidad de población y la intimidad. Nos permiten trabajar y jugar juntos, y su éxito depende de la demanda de contacto físico (…). En Europa y Norteamérica, las ciudades aceleran la innovación vinculando entre sí a sus habitantes inteligentes, pero en el mundo en vías de desarrollo las ciudades desempeñan un papel todavía más decisivo: son puntos de comunicación entre mercados y culturas
Edward Glaeser
La cuestión de los bienes públicos
En efecto, en la ciudad, como también señala Jane Jacobs, se forman las principales redes de relación y cooperación humanas, pero también en ella aparecen los principales problemas de convivencia social, surgiendo los típicos problemas de “externalidades” (las acciones de unos afectan, inevitablemente, a otros) y “bienes públicos” (existen elementos, espacios o servicios que son comunes a los habitantes de las ciudades, con lo que surge el problema de cómo sufragarlos). Como señala el profesor Rallo,
La existencia de externalidades y de bienes públicos hace necesaria algún tipo de coordinación social: hay que regular qué conductas son permisibles y cuáles no, y hay que imponer quiénes pagan y cuánto lo hacen por esos bienes y servicios comunes. De ahí que, tradicionalmente, el Estado se haya arrogado la competencia de regular las externalidades y de proveer los bienes públicos.
Juan Ramón Rallo
Público no quiere decir estatal
Ahora bien, ¿es necesario que sea el Estado, a través del municipio -como entidad local básica en la que se organiza territorialmente aquel- quien se arrogue una serie de competencias para solucionar los problemas de bienes públicos y externalidades que surgen en las ciudades? ¿Debe ser el Estado el encargado de diseñar urbanísticamente la ciudad y gestionar los servicios comunes (seguridad, provisión de agua potable, alcantarillado, redes de transporte público, recogida de basuras y otros residuos, alumbrado público o protección del medio ambiente)?
¿No deberían ser los ciudadanos quienes, libremente, se organicen en la forma y con las estructuras que consideren oportunas, a fin de solucionar los problemas de externalidades y bienes públicos inevitables en las ciudades, dejando libertad para que éstos puedan incorporarse o abandonar dichas organizaciones comunales en el seno de las cuales se establecerían las reglas por las que se regirían las relaciones dentro de esa comunidad? ¿No debería dejarse que sean los ciudadanos libremente, a través de la competencia, del ensayo y del error, quienes desarrollen de modelos organizativos innovadores, que permitan descubrir la mejor forma de organizarse?
Desamparados en el paraíso
Y es que diseñar todo desde un despacho no siempre es la mejor solución. Jane Jacobs explica, por ejemplo, cómo los bellos planteamientos urbanísticos, diseñados por reputados arquitectos y urbanistas, no hacen sino crear ciudades aparentemente bellas y muy ordenadas en las que, sin embargo, la gente no quiere vivir porque se siente sola, insegura y desprotegida.
Glaeser, por su parte, ilustra también este problema de ver lo superficial, y no las consecuencias, al explicar cómo las verdes ciudades aplanadas (que crecen a lo “ancho” y no a lo “alto”) diseñadas también por urbanistas y burócratas, aparentemente tan respetuosas con el medio ambiente, llenas de jardines y de amplias avenidas con aceras llenas de árboles y césped a la puerta de las casas, no son sino una “trampa” ambiental que obliga a sus habitantes a utilizar el coche hasta para ir a comprar el pan, generando muchos más atascos en las horas punta, más contaminación, y una mayor pérdida de tiempo que las grises ciudades concentradas y basadas en los edificios de altura.
Modelos más abiertos
Al final, en la forma de organizar y diseñar las ciudades -y la convivencia en el seno de las mismas-, como en cualquier otro ámbito en el que intervenga la acción humana, es esencial el papel del individuo, con plena autonomía de su voluntad, sin que pueda ni deba ser sustituido por políticos-burócratas que traten de imponer, desde sus despachos, la forma de vivir y de organizarse de la gente, y menos en un ámbito tan íntimo y privado como es la ciudad, que es donde el individuo establece sus vínculos personales, económicos y sociales más cercanos, estrechos y directos, ya que, como consecuencia de los problemas de información y de incentivos que surgen, es imposible que acierten.
Pero es que, en cualquier caso, y aun en el supuesto de que políticos y burócratas acertasen, por un segundo, en todo el territorio sobre el que “gobiernan”, por su propia naturaleza, las normas impuestas por la autoridad tienen una “inercia” que haría que las mismas, al segundo siguiente, quedasen desfasadas, dadas los cambiantes gustos e intereses de los ciudadanos, sin que los políticos y burócratas tuviesen medios o mecanismos para corregir y adaptar esas normas. De ahí que, a nuestro modo de ver, sea imprescindible tender a modelos de ciudad mucho más libres, abiertos, en los que los ciudadanos se relacionen sin más trabas que las expresamente autoimpuestas por ellos.
Pocos principios en las papeletas electorales
De esa manera, existirían tantas ciudades distintas como así lo quisiesen sus habitantes, cada una con sus peculiaridades, en las que se integraría la gente según sus gustos y afinidades, y en las que se estarían permanentemente innovando nuevas formas de convivencia que facilitaran una mejor vida de los hombres en sociedad, sirviendo la competencia entre ellas como acicate para que se descubran nuevas y mejores formas de satisfacer necesidades y de prestar servicios a menor coste.
El problema es que no son tantos los candidatos a nuestras alcaldías que vayan a basar sus programas en esos principios. Al menos, a mí no me suenan.
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Bibliografía:
Glaeser, Edward. El Triunfo de las Ciudades. Madrid: Taurus, 2011.
Jacobs, Jane. Muerte y Vida de las Grandes Ciudades. Madrid: Capitan Swing, 2013.
—. The Economy of cities. Vintage Books, 1970.
Rallo, Juan Ramón. Una Revolución Liberal para España. Barcelona: Deusto, 2014.
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