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Reexaminando la crisis de los 70

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Tras tres décadas de pensamiento único keynesiano, la crisis de los años 70, que trajo a la vez paro y subida desbocada de precios, sumió en la confusión a los apóstoles de la macroeconomía de la inflación. Según la macroeconomía keynesiana, las causas de las crisis y del paro eran la demanda insuficiente de bienes y el atesoramiento excesivo. Contemplar a la vez el paro y la inflación en el doble dígito no les cuadraba.

Aunque hubo bastantes deserciones en las filas keynesianas, los inflacionistas más pertinaces se sacaron curiosísimas explicaciones para explicar lo que ellos habían reputado imposible. Aparecieron diversos chivos expiatorios: los árabes y el petróleo, las políticas de rentas y los trabajadores que querían aumentos de salarios para compensar la depreciación monetaria o los siempre denostados especuladores que «hacían subir los precios». Se habló de «inflación de costes» (de una nueva naturaleza) y de no sé cuántos pretextos más.

Eso sí, han mantenido silencios culpables con relación al definitivo cierre de la ventanilla del oro al que condujeron tres décadas de keynesianismo inflacionista, sobre la naturaleza del sistema monetario instaurado a partir de entonces y, en definitiva, sobre la mayor o menor confianza que el papel moneda gubernamental suscitaba entre los particulares.

Sin embargo, si nos paramos a pensar un poco, los grandes mercados alcistas en materias primas del siglo XX –1907-1920, 1933-1953, 1968-1981– han coincidido y, no por casualidad, con largos periodos de inflación monetaria. Han sido éstas épocas de turbulencias asociadas a un gasto y a unos déficit públicos desbocados, y a conflictos armados (la Primera Guerra Mundial; la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea; la Guerra de Vietnam y el desorden monetario de los 70). En tales entornos, la práctica totalidad de las materias primas, ya se traten de productos agrícolas, metales o fuentes de energía, aparecen como refugios alternativos bastante más idóneos para la conservación de los patrimonios que el dinero de curso legal y los activos financieros en él denominados.

El sistema monetario actual se compone así de un amplio abanico de activos –un popurrí de divisas, toda clase de activos financieros e inclusive un número significativo de materias primas en épocas de inflación e incertidumbre– susceptibles de ser utilizados como instrumentos monetarios según conveniencias de tiempo, espacio o legislación. El gran problema de todo ello es que la piedra angular de este nuevo sistema, las divisas nacionales (que no son otra cosa que el pasivo de los diversos bancos centrales nacionales en forma papel moneda inconvertible) carecen de las propiedades que un buen dinero debe poseer.

Algunos pueden considerar paradójico que durante casi veinte años la misión de dar estabilidad al dólar haya recaído en Alan Greenspan, un declarado partidario del patrón oro, discípulo además de Ayn Rand, una de las más ilustres defensoras del libre mercado en el siglo XX. Sin embargo, la designación de Greenspan en EE.UU., igual que la apuesta por la ortodoxia en las cuentas públicas del Tratado de la UE en Maastrich, muestra, antes que nada, un intento casi desesperado por parte de los gobiernos de dar credibilidad a su papel moneda y evitar una huida seguramente devastadora. Estas son las características del nuevo sistema donde, más que nunca, la cantidad ha dejado paso a la cualidad y donde una buena parte de la clave para comprender las idas y venidas en los precios de las materias primas y de las distintas monedas nacionales hay que buscarla en la utilización alternativa por parte del mercado de variados instrumentos para llevar a cabo las funciones monetarias.

Todo el periodo de la crisis de los 70 nos dejó una valiosa enseñanza que Carl Menger ya había explicado un siglo antes. El dinero no es una cantidad que pueda generarse o imprimirse a partir de la nada y por decreto, sino una cualidad –la liquidez– que el mercado descubre en los bienes y en los activos. La liquidez consiste en no sufrir pérdidas de valor (o pérdidas de tiempo) al desprenderse de cantidades incluso enormes de un bien. Ora el dinero mercancía, ora los activos monetizables, han de ser aquellos que constituyen o representan los bienes más deseados por el mercado. Aquellos con una demanda más amplia, estable y permanentemente insatisfecha. Inexorablemente, la violación de esta ley significa tener que pagar el precio de las recesiones. Que sean «deflacionarias» o «inflacionarias» sólo dependerá del activo que tomemos como referencia para expresar los precios.

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