La polémica teórica y práctica entre relativismo cultural y esencialismo es irresoluble. La controversia está viciada por la existencia de etnocentrismos de uso político por parte del relativismo radical cuando se ataca solamente a Occidente, por invasivo e "imperialista", y se sobreestiman las otras sociedades, las que lo cuestionan. Un relativismo cultural radical y, a la vez, honesto habría de prestar legitimidad ética por igual a todas las culturas, incluida la occidental y, simultáneamente, habría de negar la existencia de toda unidad cognitiva entre los seres humanos.
La asunción más elaborada de esta postura la ejemplifica el antropólogo Franz Boas (1858-1942) para el que cada cultura constituye un mundo social total que se reproduce a sí mismo a través de la enculturación, es decir, del proceso mediante el cual se transmiten de una generación a la siguiente los valores, disposiciones emocionales y comportamientos incorporados. Tal planteamiento se da de bruces con la realidad, puesto que los humanos de diferentes etnias nos relacionamos por encima de las diferencias étnicas y nos aculturamos en una dinámica permanente. Los ámbitos de cada etnia nunca son cerrados, ni su apertura es igual en todos los casos. La versión moderada del relativismo deja, sin embargo, la puerta abierta al reconocimiento de una amplia base cognitiva común a todos los humanos y, por tanto, la posibilidad de llegar a compartir valores éticos, sin dejar de constatar que, a su vez, existen diferencias que afectan a la interpretación del mundo físico, de la sociedad y a las preferencias individuales.
Por otra parte, un esencialismo absoluto ofrece tantas debilidades como el exceso contrario. La formulación de que existen valores tan generales como inmutables resulta empíricamente insostenible, por más que sí podamos identificar cierta durabilidad de los mismos así como una importante universalidad entre sociedades, pero enmarcadas ambas en procesos cambiantes. El esencialismo extremo se halla ante la tesitura de afirmar la unidad cultural y ética de la humanidad, reconocible apelando a una autoridad absoluta legitimada bien místicamente, bien por la sedicente superioridad de una de las sociedades sobre la que recaería la tarea suprema de definir la esencia ética de las demás. La versión radical del esencialismo está cargada, pues, de constructivismo, de una fatal arrogancia que multiplica su potencial de error. El universalismo moderado tiene, no obstante, la opción de pervivir plausiblemente mediante el descubrimiento de valores y cogniciones comunes a todas las culturas, a la vez que aceptando una diversidad real no suprimible.
¿Cuál es la posición del liberalismo en este debate? La que aquí consideramos, la de la tradición austriaca, maneja comunes presupuestos antropológicos, económicos y políticos, lo que no impide la cohabitación de discrepancias importantes dentro de aquella.
Tres son las principales estrategias de fundamentación de la libertad en la tradición de la escuela austriaca que nos permiten definir su posición en la discutida controversia entre esencialismo y relativismo. Las vemos expuestas en paralelo en las definiciones esquemáticas que el profesor Huerta de Soto aportó en sus "Estudios de economía política": el evolucionismo institucional de F. A. Hayek, el utilitarismo de L.V. Mises y el iusnaturalismo de M. N. Rothbard. Los tres planteamientos, dejados a la suerte de su propia lógica, pueden llevar a fugas de la realidad, a callejones sin salida, tal y como Huerta de Soto indica en su artículo. No obstante, balanceados mutuamente en una suerte de contrapesos teóricos aplicados a la realidad, es posible posicionar el liberalismo austriaco entre el relativismo moderado y el universalismo atemperado. Ni tanto utilitarismo que conlleve una reglamentación hiperracionalista de la vida social, ni un esencialismo que concluya de la misma manera por la vía de la ética absoluta, ni un tradicionalismo que consagre instituciones sin una apropiada crítica racional o ética (es decir, que las legitime solo por su carácter ancestral).
La propuesta de De Soto se muestra como la única viable sin que debamos permitirnos un excesivo optimismo acerca de sus resultados. La vigilancia que cada enfoque ejerce sobre los otros dos no garantiza el acierto ni oculta la existencia de diferencias importantes entre todos ellos, pero sí que configura una posición sensata entre relativismo y universalismo que permite una crítica clara y radical tanto de la impronta conservadora como de la posmoderna.
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