La crisis vivida en la central nuclear de Fukushima tras el catastrófico maremoto del pasado 11 de marzo ha puesto de manifiesto la profunda brecha que separa a partidarios y detractores del aprovechamiento energético de la fisión atómica.
Las conquistas científicas y tecnológicas que caracterizan a nuestra era han venido a sustituir en el imaginario colectivo la fascinación por lo extraordinario e inexplicable, dotando de un halo de misterio a los artefactos en los que se traduce todo ese conocimiento y desarrollo. Esto, casi sin poder evitarlo, atrae miedos y superchería. Los nuevos demonios proceden de la técnica. Las maravillas que disfrutamos nos resultan sorprendentes, incluso cuando su explicación racional resulte especialmente sencilla y accesible para cualquiera.
La industria contaminante se desarrolló de la manera en que hizo gracias a la vulneración sistemática de los derechos de propiedad de quienes fueron víctimas directas de la polución generada. Los gobiernos, movidos por su particular interés estratégico unas veces, otras, como mera correa de transmisión de las artimañas de algunos industriales, contribuyeron a que éstos quedaran exentos de muchos costes, gracias al privilegio y la arbitraria concesión del Estado. Instalar una industria altamente contaminante exige indemnizar de algún modo a las personas y propietarios que sufren o padecen dichos efectos perniciosos sobre su salud o sus heredades.
Una central de producción energética a partir de la fisión nuclear genera dos tipos de emisiones: vapor de agua y residuos radiactivos. El primero es inocuo, siempre y cuando no se produzcan fugas, en cuyo caso pasaría a formar parte del segundo tipo de emisión. Los residuos radiactivos se tratan de tal manera que acaban siendo confinados en una piscina, como paso previo a su definitiva clausura en un cementerio nuclear aislado y sellado. Fugas y residuos con un potencial contaminante que, en el peor de los casos, puede comprometer la misma habitabilidad en un amplio territorio en torno a la central. El empresario nuclear, al plantearse la instalación de una planta de esta clase, debe considerar todos y cada uno de los costes que intervienen en su proyecto de inversión (también los eventuales, con la peculiaridad que ello conlleva). Y dado que las consecuencias de un accidente pueden ser terribles, este riesgo concreto debe asumirse, quizá, como el elemento central y más importante dentro de su proyección empresarial.
Cuando nos vemos obligados a asumir cierto riesgo como coste eventual de nuestra actividad productiva, tenemos dos maneras de incorporarlo en nuestro cálculo intelectual: bien a través del coste previsto para ciertas infraestructuras de seguridad, que limiten y acoten dicho riesgo lo máximo posible; o, en todo caso, a través de su transformación en una prima de riesgo. Dado que el riesgo no puede eliminarse por completo en ninguna actividad que emprende el Hombre, incluso siendo adoptadas las medidas de prevención más minuciosas, el empresario nuclear se verá obligado a ajustar su diseño y funcionalidad a los requisitos que le imponga la entidad aseguradora, fijados además como requisito ineludible para darle cobertura en su normal actividad mediante la contratación de una póliza de seguro.
El problema de las centrales nucleares es que, aun demostrando con el día a día su excelente funcionamiento, y a pesar de la eficacia de sus instalaciones de seguridad y contención incluso ante el peor de los escenarios imaginables, siempre estarán sometidas a un riesgo de consecuencias incuantificables. Sin olvidar que este tipo de producción energética exige tener en cuenta la necesidad de gestionar y mantener confinados los residuos radiactivos, muchos de ellos con una vida de miles de años, lo cual también compromete la seguridad incluso en un remoto futuro.
¿Se habría desarrollado como lo ha hecho la tecnología civil nuclear sin la intervención de los Estados o la coordinación internacional lograda por éstos? La respuesta es no. Pero negativa es también la contestación si nos hacemos la misma pregunta sobre cualquier otra industria contaminante. Todas ellas son hoy como son, están donde están, y han tenido el desarrollo que han tenido, gracias al parapeto del Estado, haya servido éste como agente activo e independiente en el diseño y distribución de la industria o, sencillamente, por haber cumplido un papel instrumental gracias al que muchos empresarios se ahorran costes de manera injusta.
Los empresarios de los sectores históricamente más contaminantes, han conseguido eludir la incorporación de unos costes que, en un sistema de Derecho privado, con toda seguridad se les habría exigido tarde o temprano por los individuos afectados.
Toda la vigente legislación dedicada a la protección de la salud de la población, la calidad del aire, el agua o los alimentos, y las restricciones planteadas sobre las emisiones contaminantes de todo tipo de industria o artefacto, tiene un carácter paliativo que es incapaz de sustituir el espontáneo desarrollo de límites jurídicos estrictamente privados. Sus fines últimos podrían asimilarse a los resultados de un orden social basado en un escrupuloso respeto de la propiedad privada, pero, sin embargo, estas políticas, al estar sometidas al ejercicio de la distribución centralizada de costes, adolecen de todos los vicios y contradicciones que le son propias a la legislación organizativa.
No sabemos cómo sería hoy la industria contaminante si los gobiernos nunca hubieran privilegiado a los industriales en sus relaciones con el resto de agentes. Posiblemente, estarían ubicadas en otros lugares o, sencillamente, y con mucha antelación que lo sucedido las últimas décadas, se habría conducido la investigación y la consecuente inversión en el sentido de resolver los problemas contaminantes más lesivos como parte de una estrategia especulativa centrada en disminuir costes futuros gracias a inversiones en calidad y eficiencia técnica. Hoy es el Estado quien distribuye entre los ciudadanos la pesada carga de corregir los efectos de sus anteriores juegos de planificación. Sanear zonas industriales o minimizar el impacto de industrias como la que utiliza el petróleo como fuente principal para la obtención de energía, materia prima que, con toda seguridad, habría sido pronto relegada mucho antes incluso en el ámbito de los vehículos a motor.
Las centrales nucleares acomodan su diseño, garantías y ubicación a los requisitos que imponen los gobiernos y los organismos internacionales en los que se reúnen y coinciden. El empresario nuclear acude a este tipo de inversiones porque conoce perfectamente que podrá librarse de ciertos costes o, en todo caso, recibir ingresos adicionales en forma de subvenciones. Esto no niega a la energía nuclear su evidente superioridad en términos de eficiencia técnica. Sí impide que sepamos exactamente cuál es su coste económico y si éste merece la pena ser asumido a cualquier precio de mercado, o en cualquier circunstancia física, social o política que se nos ocurra.
Mientras tanto, las petroleras mantendrán su dominio a pesar de la propaganda y el sainete de las energías "renovables". Se sigue invirtiendo en nuevas perforaciones y se buscan los yacimientos que garantizarán el suministro de dentro de 20, 40 o 60 años. Tampoco la industria petrolera asume por completo el riesgo que comporta la explotación de pozos, el refinado del crudo o su transporte en barco o a través de conducciones. Sin embargo, su mañana es muy prometedor a la vista de sus esfuerzos por hallar nuevos yacimientos, aprovechar hasta la última gota de los ya explotados o, sencillamente, la manifiesta confianza en el precio futuro del petróleo demostrada por los inversores.
La catástrofe de Fukushima puede servir a dos causas muy distintas: en primer lugar, a la causa de la superchería tecnológica, en los términos comentados al principio, y en un segundo lugar, a la causa de quienes apostamos por ofrecer una crítica liberal de las circunstancias, analizando sus orígenes, identificando a los agentes responsables de las consecuencias más terribles, y proponiendo una reflexión racional sobre el futuro del mercado energético.
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