Para la libertad, sangro, lucho, pervivo, para la libertad (Miguel Hernández)… «si nos dejan», dirían algunos.
Me refiero, claro está, a la actual legislación española sobre trasplantes de órganos, que entre otras cosas requiere un diagnóstico de muerte cerebral previo a la extracción del órgano que vaya a ser trasplantado. Como sólo contamos con un corazón o un hígado, es obvio que tales órganos o se le extraen a un muerto o a un vivo a la fuerza; dejo las disquisiciones sobre el bizarrismo contractual a los interesados en ellas.
A pesar de que la ley se autoproclama respetuosa y promotora «de los principios de altruismo, solidaridad, gratuidad, información, consentimiento informado de los donantes vivos, comprobación de la no oposición de los fallecidos y finalidad terapéutica» se me ocurren al menos dos casos en los que, existiendo casi todos estos requisitos, formulados además por un ser vivo, no a posteriori por un fallecido, el trasplante de órganos está actualmente, e injustamente, restringido.
En 2003, había en España más de cuatro mil personas a la espera de un trasplante de riñón. A menudo, los pacientes de insuficiencia renal han de esperar hasta dos años para que aparezca –fallezca– un donante. Durante todo ese tiempo, deben someterse a la molesta y cara diálisis, bien en un centro hospitalario, bien en su domicilio. Al dolor se suma la angustia de no saber qué llegará antes, la señora de la guadaña o la operación.
En cambio, muchas de esas personas tienen parientes que estarían gustosos de donar uno de sus riñones de forma gratuita simplemente porque, aplicando un criterio puramente utilitarista, la dicha de ver al ser querido en buen estado de salud es mayor que la molestia de someterse a una operación quirúrgica. A esta razón podríamos sumarle otras de carácter iusnaturalista, la promoción de la vida, etc., e incluso remontarnos a Santo Tomás de Aquino y afirmar que la donación entre vivos de un órgano sin el cual el donante puede seguir viviendo pero que el receptor precisa para sobrevivir es sin duda alguna una elección plenamente razonable.
Incluso en el caso del trasplante de córnea, ¿qué hay de malo en pensar que antes de que mi marido se quede ciego, prefiero que ambos seamos tuertos? Además de los beneficios evidentes de poder seguir mirándonos a la cara –algún cínico diría que eso es peor; mi romanticismo me lleva a pensar lo contrario– la tecnología actual minimiza en grado sumo el impacto estético que una operación así conlleva. Supongo que un médico añadiría más casos en los que un vivo puede donar un órgano o parte de él a otro, y sobre los que existe un vacío legal, cuando no prohibición expresa.
En contraste con los EEUU, donde casi la mitad de los trasplantes renales se realizan entre vivos, en España esta cifra sólo llega al 5%, y el número de hospitales en los que es posible para un vivo donar un riñón a otro se cuenta con los dedos de una mano. Según me cuentan fuentes médicas que prefieren permanecer en el anonimato, la actitud de la administración hacia los trasplantes entre vivos es, por decirlo suavemente, desalentadora, a pesar de que un riñón donado por un pariente vivo es más seguro y duradero que el de un muerto, y la operación mucho más barata que un largo tratamiento de diálisis, por no mencionar los beneficios psicológicos para el paciente. No me extraña que la proporción de donantes americanos muertos sea menor que la de españoles. Simplemente ellos prefieren hacerlo mientras están vivos –otra evidencia de lo falaz que resulta comparar el supuesto materialismo, egoísmo y todo lo demás de los maléficos gringos con la solidaridad hispana.
No deseo parecer demagógico, pero la próxima vez que se enteren de que alguien en la India o América Latina ha sido asesinado para así extraerle un riñón, probablemente por alguna mafia que se lo vende a un occidental, piensen si podríamos establecer algún tipo de relación entre esta muerte innecesaria y las restricciones que muchos países europeos imponen a los trasplantes entre vivos. Esto abre la puerta a la discusión sobre la comercialización de los trasplantes, el llamado tráfico de órganos que tanto escándalo causa a algunos críticos de esta institución. A ellos les preguntaría: ¿qué prefieren, un indio asesinado o un indio vivo y con el estómago lleno?
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