La economía sumergida, o el mercado negro, consiste en aquellas actividades económicas que total o parcialmente esquivan la regulación del Estado, y especialmente su regulación fiscal y social. El clamor popular contra la economía sumergida, sabiamente azuzado desde las esferas políticas, se revitaliza de vez en cuando, especialmente en tiempos de crisis. En el mejor caso, se tilda a los individuos operando de forma sumergida como insolidarios, pero lo normal es exigir que se refuercen los controles fiscales y que todo el mundo pague lo que el Estado exige.
La creencia que subyace en esta reivindicación es la siguiente. La actividad económica sumergida, por definición, no tiene control fiscal, no paga impuestos. Si el Estado fuera capaz de controlar esta actividad, de aflorar el mercado negro, ello se traduciría en una mayor recaudación de impuestos, por lo que se podrían reducir estos en general, o al menos paliar sustancialmente situaciones de déficit grave como la actual. De hecho, si no recuerdo mal, una de las medidas inicialmente anunciadas por este Gobierno consistía precisamente en reforzar la lucha contra el fraude. Como tantas otras de sus anunciadas propuestas, ésta también parece mantenerse en el limbo, por el momento. Y afortunadamente, por las razones que ahora se explicarán.
La cuestión que se plantea es si es posible tal afloramiento. En un marco estático, el manejado por el economista mainstream, se asume que la actividad se mantiene una vez controlada fiscalmente. El problema del mercado negro consiste, por tanto, en su identificación y control, pues una vez "registrada" la actividad no le quedará más remedio que pagar sus impuestos y cotizaciones, de los que se escapaba por estar oculta.
Sin embargo, a este simple análisis hay que añadirle los siempre importantes (y siempre ignorados o infraestimados por el mainstream) efectos dinámicos. Para ello, hay que buscar los sujetos activos en la economía sumergida.
En el imaginario popular, se trata de ricos empresarios con ribetes de mafioso, que se forran mientras explotan a unos trabajadores a los que pagan en negro; son los mismos que te ofrecen no darte factura a cambio de no cobrarte el IVA, para que estos ingresos no se reflejen en la liquidación del impuesto de la renta. Y claro que hay individuos así en el mercado negro, por supuesto.
Pero tiendo a pensar que no constituyen, ni de lejos, la porción más importante de la economía sumergida. Aquí están también muchas personas normales, a las que realmente no les gusta vivir en una situación que perciben como precaria. La mayor parte de la gente ve al Estado como una bendición que les proporciona milagrosamente educación, sanidad, pensiones, carreteras… Para la mayor parte de la gente, por tanto, estar fuera del sistema es una desgracia (aunque puntualmente puedan renunciar a la factura por ahorrarse el IVA). La mayor parte de la gente que trafica en la economía sumergida lo hace, creo, contra su voluntad.
¿Qué les impide aflorar? Muy sencillo: la sostenibilidad de su actividad y, por ende, de su vida. Veamos un ejemplo: un tal Juan, sevillano, lanzado a la fama por su aparición en un artículo del New York Times. Se dedica a transportar y montar muebles de Ikea, para lo que capta sus clientes a la salida del hipermercado ofreciéndoles un precio inferior al que da Ikea. Con este trabajo, Juan gana unos 800 Euros al mes, y no declara nada a Hacienda. Por cierto, a Juan le despidieron de Ikea y por eso se ve forzado a trabajar así, de hecho se siente víctima del defectuoso modelo económico. Vamos, que no está en esta situación tan voluntariamente como pudiera parecer a los que ven en la economía sumergida un nido de buitres.
Parece obvio que la situación de Juan no se puede regularizar. Los impuestos y cargas sociales a que habría de hacer frente, y eso olvidando otro tipo de regulaciones sectoriales, harían posiblemente inviable el negocio. Quizá 400 de los 800 euros ganados tuvieran que ir a las arcas del Estado. Pero con los 400 euros restantes Juan tal vez no pudiera mantener su familia. Por tanto, realmente Juan no tiene la opción de regularizar su actividad. Como tampoco la tiene el Estado: si trata de regularizar por la fuerza (y sin contar los costes de tal identificación u obligación), lo que conseguirá será hacer desaparecer la actividad. Juan dejará de trabajar, o continuará haciéndolo fuera de la ley a riesgo de terminar en la cárcel. Es evidente que si la cosa termina así, también habrá desaparecido la actividad económica. Y el Estado estará peor, pues no solo no habrá conseguido más ingresos, sino que deberá hacerse cargo, directa o indirectamente, de otro individuo al que ha privado de su modo de vida y dejado improductivo.
Por tanto, una vez se tiene una mínima consideración de los efectos dinámicos, es fácil observar que el "problema" de la economía sumergida no es fácilmente regularizable. Por supuesto que hay gente a la que esta hipotética regularización no haría insostenible, pues es cierto que algún caso de empresario mafioso se estará dando. Pero no es el caso de la mayoría, me temo.
Tratar de regularizar la economía sumergida a lo único que llevaría es a una reducción en los intercambios generadores de valor que existen actualmente en la economía. Desaparecerían todos aquellos que están en el margen, reduciendo la actividad económica no oficial, y haciendo que más gente dependa de la caridad del Estado para su subsistencia. De un Estado que, dicho sea de paso, cada vez muestra más su incapacidad de atender a nadie.
En resumen, el Estado no puede acabar con la economía sumergida sin destruirse a sí mismo. Para próximos artículos dejaremos el análisis sobre si, por el contrario, podría la economía sumergida acabar destruyendo al Estado.
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