Dmitri Shostakovich era un hombre meticuloso, reservado y muy tímido. Fumador empedernido y gran aficionado al teatro, a la literatura, al fútbol y al vodka. Las grandes reuniones le incomodaban sobremanera. Sólo disfrutaba de la compañía de unos pocos amigos. Comenzó de niño a tocar el piano guiado por su madre. Se convirtió pronto en un pianista excepcional.
Apenas contaba con once años cuando vio venir la revolución bolchevique, por lo que se le podía considerar un genuino músico del proletariado moderno. A diferencia de Stranvisnki, Rachmaninov o Prokofiev, no había conocido apenas la época de los Romanov ni había residido en el extranjero, con lo que habría evitado la ocasión de "contaminarse" de la decadencia burguesa occidental. Se convirtió en el representante de la música soviética.
Shostakovich cometió empero muchos "pecados". Fue blanco de continuos reproches por parte de quienes se han considerado autoridades en materia musical: dentro de la URSS fue duramente criticado en numerosas ocasiones por componer música formalista y escapista que no se ajustaba a los cánones del realismo socialista. Con todo y con ello, compuso sinfonías en honor a la Revolución de Octubre y al Primero de Mayo, fue "acogido" por el PCUS y finalmente se le nombró delegado del Soviet supremo.
En el resto de Occidente, por su parte, fue relegado por no seguir la corriente de la música atonal o dodecafónica que se impuso –casi sectariamente– en la música clásica occidental tras la Segunda Guerra Mundial. Por si fuera poco, la firme aceptación de su música por parte del mercado en estos últimos años le ha convertido en un músico menor para aquellos puristas que raramente consideran bueno lo que acaba siendo popular. Ya se sabe que es sospechoso tener cierto gancho comercial en algo tan serio como la música clásica.
Por todo ello, ha sido siempre un personaje incómodo e inclasificable para casi todo el mundo. Hoy, sin embargo, empieza ya a reconocerse inevitablemente como uno de los grandes músicos del siglo XX. Shostakovich pervive, indestructible, a sus críticos.
Su vida estuvo trágicamente marcada por el control burocrático del arte por parte del partido comunista de la URSS. Dmitri apoyó en sus años de juventud la Revolución de 1917 pero no tardaría en comprobar en sus propias carnes que el sistema soviético de control y planificación centralizada era una maquinaria de hacer picadillo a los seres humanos y a sus ideas. Sobrevivió al mismo, que no fue poco. Pero es que, además, fue un paciente muñidor de partituras contemporáneas esenciales como su quinteto con piano, el trío nº 2, su ciclo sinfónico, los 24 preludios y fugas para piano solo y sus quince cuartetos.
Sus obras nos hablan de un espíritu que logró expresar su propia voz pese a las muchas restricciones a que se vio sometido por parte de aquellos que se prevalieron cobardemente del poder coactivo estatal para organizar la sociedad. Sus imponentes quince sinfonías representaron su faceta pública; su música de cámara, desgarradora, su vida más íntima.
Si me hubiesen dicho hace unos años que, con el correr del tiempo, uno de mis músicos predilectos del siglo XX sería un símbolo del régimen soviético habría pensado que era una broma. La realidad humana es siempre mucho más compleja de lo que creemos, por mucho que nuestros amigos colectivistas se empeñen en ocultarlo.
La buena música nos forma y moldea culturalmente al hacerla nuestra, no sin cierto esfuerzo. Nos humaniza y puede hacernos mejores. Considero enriquecedor escuchar música de calidad (la que sea). La de Shostakovich lo es.
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