Son estos días muy a propósito para reflexionar sobre el significado liberal de la Constitución a que dio lugar la revuelta de los españoles contra los invasores franceses y en concreto su contribución más importante y significativa: la soberanía nacional promulgada por las Cortes de Cádiz en 1810 y recogida como base de la Constitución de 1812. Hay dos fuentes históricas de esa idea. La más inmediata es el hecho de que, con el Rey y el heredero legítimos en manos de los franceses, fuera el pueblo español el que recuperara su destino expulsando a los franceses. El otro se refiere a una idea enraizada en el pensamiento político español desde el comienzo de la era moderna, y es que el origen del poder está en el pueblo. Juan de Mariana ofreció sus palabras a esta idea, que era anterior a él. Pero el jesuita se aferró a ella como ninguno otro antes y sacó las conclusiones más consistentes.
La soberanía nacional aúna en dos palabras varios conceptos distintos. Por un lado coloca al pueblo español como sujeto de la nación española, que no en vano es definida en el primer artículo del texto constitucional como «la reunión de todos los españoles». Como sujeto y protagonista de la historia de la patria, lo que se estaba refrendando en la lucha contra los invasores franceses, el pueblo español era la fuente del poder legítimo y, como tal se constituyó primero en juntas y más tarde en Cortes. Otro elemento ínsito en la expresión «soberanía nacional» es la noción de que los individuos son portadores de derechos iguales. Una tercera es que forman una comunidad nacional y una cuarta, dicho sea sin voluntad de agotar con esta otras posibles, es la idea de que ese poder originario, esa soberanía, se articula por medio de instituciones representativas.
Pero en la práctica es este último aspecto el que ha primado sobre los demás. La soberanía nacional ha dado lugar a una soberanía popular entendida no tanto en la idea de que en el pueblo residen los derechos como en la de que él tiene todo el derecho e incluso el derecho absoluto de imponer, por medio de los mecanismos democráticos, cualquier ley que considere conveniente. Las leyes son legítimas porque se ajustan al ordenamiento jurídico, pero especialmente porque su fuente, el pueblo, consultado periódicamente por medio de las elecciones, es la única fuente legítima de normas comunes.
De este modo se produce la trasmutación de un concepto, la soberanía nacional, que es compatible con el liberalismo a otro, la soberanía popular, que resulta completamente opuesto. Si el primero merece el calificativo de liberal en cuanto tiene de contraposición a la soberanía del Rey, más por adición de ideas como la de que surge de una comunidad de ciudadanos con derechos iguales o la de que puede retirar el poder que le haya otorgado a un gobernante si éste viola tales derechos, la soberanía popular tiende al poder absoluto, ungido por la supuesta legitimidad de la voluntad popular. Es un cambio sutil, pero sustancial y determinante.
El recuerdo de la Constitución de 1812, con todos sus errores, como la proclamación de una religión oficial, nos debe servir para celebrar el primer texto constitucional que situó a en nuestro país los derechos de los ciudadanos como base del ordenamiento jurídico y para reflexionar sobre el conflicto entre éstos y la mera aplicación de la regla de la mayoría.
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