La erosión del centro urbano, los costes ocultos para el cliente y el empleo de poco arraigo son perennes acusaciones de los socialistas de todos los partidos contra la libertad comercial, el desarrollo de nuevas áreas de distribución y la necesidad de crear o ampliar horarios de venta al público. En el apartado social de este asunto, la antiliberalización sostiene tres falacias básicas: que la creación de nuevos establecimientos reduce el empleo, que dificulta la conciliación de la vida familiar y laboral y que los trabajos ofrecidos por las grandes superficies son escasamente atractivos para los jóvenes. El Director General de Política Comercial, Ignacio Cruz Roche, siempre insiste en sus declaraciones en esas presuntas externalidades, como razón al frenazo al comercio y la liberalización de horarios. Analicemos con brevedad cada uno de estas tres falsedades.
La primera de todas: los empleos se reducen. No es cierto. Los empleos invariablemente aumentan. En la apertura o sostenimiento de un centro comercial, el empleador asigna recursos no sólo de la fuerza de ventas –principiante o veterana– sino también de otros oficios necesarios para el eficaz desempeño de la actividad: mantenimiento técnico, hosteleros, profesionales de la seguridad, etcétera. La gran superficie es una pequeña ciudad que necesita la colaboración de numerosa gente.
Además, los empleos pueden trasladarse de una contratación a otra. Los que tenemos amplia experiencia en intensos procesos de selección, formación y contratación de personal, apreciamos la considerable expectativa que una inminente gran superficie genera en cualquier localidad o comarca. En las negociaciones para la incorporación de nueva plantilla aparecen diversidad de escenarios: hay quienes prefieren continuar en la tienda para la que trabajan y quienes aspiran a un legítimo deseo de promoción profesional que la nueva superficie puede llevar consigo. Incluso los anhelantes de cambio serán reemplazados por el empresario a través de recién incorporados al mercado de trabajo y las ventas, recompensados éstos últimos por inquietudes ajenas. En fin, las posibilidades son múltiples, la circularidad es permanente. Pero los neoclásicos piensan que el agua sólo puede volcarse de una enorme jarra a otra, en lugar de derramarse en incontables pequeños vasos.
Segunda falacia: no se concilia la vida familiar y profesional. Tampoco es verdad. Esas 1.729.500 personas del sector de la distribución –10% de la población laboral española– se organizan desde hace muchos años alrededor de un sistema de turnos rotativos que desarrolla alrededor de 36/40 horas por 5/6 días a la semana para la gran mayoría del personal sin responsabilidad directiva. Esos turnos ofrecerán, por supuesto, claros aspectos de mejora sometidos a discusión y pacto en los comités de empresa. Los antiliberalizadores desprecian –enrocados en su nube académica– la lucha entre intereses menos antagónicos de lo que parece. Los turnos ofrecen tangibles oportunidades de trabajo e ingresos para colectivos enteros de la sociedad con responsabilidades familiares y disponibilidad limitada. El empleo en centro comercial es posiblemente su única y forzosa apuesta. La reducción horaria manda –nunca lo dudemos- a muchas personas contra su voluntad a casa.
Finalmente, la tercera falsedad: los puestos de trabajo de la distribución son menos atractivos para los más jóvenes. Precisamente es lo contrario. Miles de universitarios de amplia condición, por ejemplo, agradecen participar en campañas y promociones adquiriendo un digno salario que sostiene sus gastos durante una etapa de la vida. Dice Cruz Roche que esa situación eventual dificulta la incorporación de los más formados y que, por consiguiente, un centro comercial andará escaso de finura y conocimiento. Supone el director general que los empresarios quieren dejar de vender, olvidando las necesidades de compradores cada vez más exigentes. Por la cuenta que les trae, el emprendedor seguirá intentando fichar a los mejores.
Defender la libertad comercial no es levantar la bandera de los grandes intereses. Ni mucho menos. A ningún consumidor se le oculta los frecuentes puntos negros de la gran superficie: aglomeraciones, desigual trato al cliente, calidades equívocas. Por eso los pequeños propietarios marcan cada día muchos goles a los elefantes del bazar. Hay que saber pensar la diferencia frente al competidor y aplicarse a esa tarea. Pero una mayor reducción horaria no es decisión acertada. Defender la libertad de comercio es amparar la supremacía de los aciertos, la oportunidad de nuevos proyectos empresariales con autentica vocación social; en definitiva, el gozo del beneficio para todos.
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