"La intolerancia es como una hiedra que se enrosca en las religiones y en los estados, que los encadena y los devora”.
Ese es el título del reciente libro de la profesora Paloma de la Nuez, publicado en Unión Editorial como un largo estudio que acompaña la traducción al castellano de sus interesantes Cartas sobre la tolerancia, y que sin duda podrán encontrar en la inminente Feria del Libro liberal que organiza el Instituto Juan de Mariana, LIBERacción. También sirvió de ponencia a su autora en la pasada edición del Congreso de Economía Austriaca, así como en un más cercano Seminario de la Universidad Rey Juan Carlos. Por todo ello me ha parecido conveniente escribirles sobre este pensador.
¿Quién fue Turgot? Un escritor francés del tiempo de la Fisiocracia (siglo XVIII), funcionario del gobierno supuestamente absolutista de Luis XVI (pues la Dra. de la Nuez sostiene que el Rey apenas pudo ejercer una verdadera autoridad en medio de los intereses de políticos, nobles, burgueses o propietarios que controlaban los resortes del Antiguo Régimen). En los manuales de Historia del Pensamiento Económico se le cita como formulador de la Teoría de los Rendimientos Decrecientes de la tierra (aunque sabemos que ya antes la había prefigurado el arbitrista español Miguel Caxa de Leruela) y, sobre todo, como el ministro de finanzas que tuvo la ingenuidad de liberalizar el comercio del trigo, convencido de la candorosa hipótesis smithiana de que los precios se ajustan beneficiosamente para compradores y vendedores cuando la oferta y la demanda operan en libertad.
Pero claro, la inexorable fatalidad socializadora nos demuestra que esta utopía era imposible. Ante las medidas de Turgot, evidentemente, no pudo pasar otra cosa que subieran los precios del pan, abundara la corrupción y la especulación, y terminara todo en unas revueltas que serían el preludio de la Revolución. Poco después, Turgot también quiso desregular el mercado de trabajo que controlaban los gremios. De manera que ya pueden suponer que sería fulminantemente destituido por el pusilánime monarca francés, poco antes de subir a la guillotina (que se había ganado justamente).
Ante tales circunstancias, la autora se pregunta si habría sido posible una reforma liberal en esa Francia decadente, o ya estaba abocada al centralismo (jacobino primero y después napoleónico) como única herramienta de cambio. Es cierto que los liberales franceses han sido tal vez demasiado racionalistas para el gusto anglosajón (el propio Tocqueville lo pensaba así). En medio de un país absolutista, pero atascado por el desgobierno, a Turgot se le atribuye una frase apócrifa: “si me dejáis cinco años de despotismo prometo hacer de Francia un país libre”. Aunque sugerente, pienso que no puede aceptarse desde un planteamiento genuinamente liberal. Hay gente convencida de que el Estado es el enemigo; pero ojo: la convivencia social requiere una mínima estructura de gobierno que no debería ser incompatible con la libertad. Este Seminario del que les hablo concluía con una reflexión del profesor Victoriano Martín: Adam Smith nunca reclamaría ese despotismo, porque daba por supuesto el buen funcionamiento de las leyes y las instituciones.
En fin, ironías aparte, solo quería estimularles un poco la curiosidad para que lean más sobre este laborioso e inteligente personaje, del que Rothbard, en su manual de historia de las ideas económicas, escribió un largo capítulo titulado “La brillantez de Turgot”. Para el economista austríaco, hay varias aportaciones consistentes del escritor francés que no han sido suficientemente reconocidas: su defensa de una teoría subjetiva del valor, relegando los costes que luego enfatizaron los clásicos ingleses; una visión moderna del empresario capitalista; y una también avanzada teoría del capital e interés, muy cercana a las ideas de la preferencia temporal o de los costes de oportunidad que bastantes años después quedarían asentadas en la doctrina económica.
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