Las cenizas alcanzaron desafiantes la desembocadura del río Miño, treinta o más kilómetros desde el origen del incendio, empujadas por la brisa del mar y la desidia pública generalizada. Quien estuvo allí lo pudo comprobar. Las llamas lo inundaron todo. La fachada atlántica de Galicia fue durante diez largos días de agosto una brasa permanente, una confusión de humo y errores. El suceso ha sido ciertamente lamentable y con secuelas difíciles de reparar. Ahora, después del desastre, queda todo lo demás; es decir, comenzar casi desde cero: los paisajes, la propiedad, las mentalidades, el futuro.
Los incendios en Galicia recuerdan a la tragedia de los comunes, pero, al contrario que estos últimos, los montes gallegos sí tienen propietarios con derecho a excluir a terceros de su disfrute así como a utilizar los recursos forestales simultáneamente. Numerosas montañas de Galicia pertenecen a comunidades de vecinos, agrupaciones de precaria identidad entre lo particular y el Estado, de eficacia limitadísima ante las crisis, que no poseen (ni quizá poseerán) el apasionamiento en defensa de lo propio que los bienes privados llevan implícitamente consigo, ni fuerza coercitiva estatal alguna. En ocasiones, estas etéreas comunidades de montes son plataforma de intereses entre sus directivos además de opaca fuente de recursos económicos para éstos. Las comunidades seguirán fallando ante contingencias de cierta magnitud.
Llama poderosamente la atención la falta de reflejos de los dirigentes españoles en paliar los efectos de esta clase de calamidades, acercándose a los ciudadanos que más sufren la devastación, comprendiendo de primera mano las claves de la desesperanza. El gobierno Aznar también se bloqueó inicialmente en el incidente del Prestige (y pagó un precio político por ello), pero la inoperancia del actual jefe regional gallego ante los fuegos de agosto alcanzó cotas inimaginables. Él mismo justifica su pusilánime actuación en un discurso televisado que da razón al título de este comentario. El anterior presidente Fraga consideraba los incendios como un ataque contra su persona: su mensaje fue creíble, atenuó las quemas y obtuvo réditos electorales durante largo tiempo. "¿Por qué nos hacen esto a nosotros?", se habrán preguntado compungidos en la reciente mayoría legislativa gallega. Los profesores universitarios de izquierdas en Galicia achacan los fuegos a una conspiración innominada, una especie de santa compaña derechista contra el árbol. Andan desorientados –gobierno, intelligentsia progre, medios afines– y no saben dónde disparar su receta de agravios.
En cualquier caso, más allá del juego político, algo hay que hacer. Fijar la propiedad con la máxima precisión posible, disolver los entramados comunitarios en claroscuro, elevar los años de prisión para derrumbar psicológicamente a los pirómanos, espolear a una opinión pública demasiado tiempo instalada en el cinismo, alentar las iniciativas emprendedoras atrayentes en el entorno rural, someter a subasta o concurso público los terrenos comunales que agonizan con aseguramiento de obligaciones y derechos para todos, urbanizar de una vez por todas el campo que anda siempre sobrado de maleza y con falta de personas que den cuenta cada día del deleite de la naturaleza que les toca ver y vivir.
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