El derecho de propiedad concede a su titular una capacidad de decisión última sobre el objeto de la jurisdicción dominical. El propietario puede poseer, usar, consumir, destruir o enajenar el objeto sin que ningún otro sujeto tenga poder para revocar su decisión.
Los socialistas argumentan que, en realidad, el derecho de propiedad no contiene todas esas facultades, sino que viene limitado por consideraciones de bienestar general instrumentadas mediante el imperium estatal. Como en tantas otras cosas, sin embargo, los socialistas se confunden. Una cosa es que los individuos tengan prohibido ejercer el derecho de propiedad y otra, muy distinta, es que este derecho de propiedad absoluto no sea ostentado por nadie.
Por necesidad fáctica, siempre existirá un poder de decisión última sobre los recursos. De hecho, los socialistas atribuyen esa facultad al Estado y sus órganos administrativos. No se trata, pues, de que el derecho de propiedad esté limitado, sino de que el Estado ha nacionalizado las facultades del propietario.
Esta afirmación es perfectamente compatible con el hecho de que casi todas las constituciones occidentales reconocen el derecho de propiedad privada. Por un lado porque sigue siendo el Estado quien tasa los modos de adquisición y mantenimiento de esa propiedad. Por otro, porque todas las constituciones establecen el interés general o la utilidad pública como límite a los poderes dominicales.
La Constitución española es clara en este sentido: Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general. (art. 128.1).
Los Estados siguen ejerciendo como auténticos propietarios; son ellos los que retienen los poderes de decisión últimos a través de los impuestos y las expropiaciones. Los ciudadanos sólo podemos poseer, usar, consumir, destruir o enajenar nuestras supuestas “propiedades” en tanto el Estado nos permita hacerlo. Quien realmente tiene un poder decisión último es el Estado, no los propietarios nominales.
Los ciudadanos tenemos facultades toleradas por el poder político. Todo acto individual es susceptible de revisión administrativa o judicial, aun cuando sea para declararlo adecuado al derecho que el Estado nos ha impuesto a modo de Carta Otorgada.
Jurídicamente, al individuo que posee por tolerancia o inadvertencia del propietario se le conoce como precarista. El adjetivo procede, obviamente, de que carece de derechos para poseer y, por tanto, su situación es precaria. En cualquier momento el propietario puede revocar su tolerancia anterior y despojar al precarista de su posesión.
Los liberales decimonónicos consideraron que la mejor forma de garantizar la libertad del individuo consistía en dificultar el ejercicio de los poderes dominicales por parte del Estado. Había que colocar cortapisas a su actuación (separación de poderes) y lograr que firmara una declaración de buenas intenciones para con los individuos (Carta de Derechos Fundamentales). Esta ha sido la dual estructura de las Constituciones modernas. Una parte dogmática que recoge unos supuestos derechos tolerados por el Estado y otra parte orgánica que estructura su funcionamiento.
En todo caso, el objetivo de los liberales ha fracasado. El Estado no ha dejado de expandirse en virtud de sus nacionalizadas potestades dominicales. El motivo del fiasco es evidente: el Estado continúa reteniendo las facultades del propietario, por mucho que se trabe su funcionamiento; mientras que los individuos siguen siendo precaristas, por mucho que se alargue y proteja su situación.
La auténtica reforma liberal pasa por enterrar nuestra sociedad de precaristas, alcanzando una sociedad de propietarios, donde el poder de decisión último recaiga sobre el individuo que adquirió pacíficamente los recursos y no sobre los que se atribuyan esos títulos gracias a su arsenal militar.
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