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Unidad de mercado y nacionalismo

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Uno de los puntos más susceptibles de controversia en la visión liberal del nacionalismo es el de si la proliferación de estados nacionales favorece o no a la extensión de la apertura comercial. Recientemente Juan Morillo trató el tema estableciendo un criterio mediante el cual enjuiciar cuándo un nacionalismo es aceptable y cuándo no para quien esté por la mayor libertad comercial. Pero surgen dos cuestiones adicionales que deben ser tratadas también.

Un nacionalismo partidario del mayor desarme arancelario sería económicamente aceptable. Si, además, se dice, reconoce el derecho a la diferencia e, incluso, a la secesión de partes integrantes de su nación, se debe aplaudir con fuerza. Si bien el primer principio es inatacable, la segunda proposición presenta problemas. La cuestión estriba, profundizando en esta formulación prescriptiva, en si se puede definir qué modelos de nación son más proclives a la liberalización de los mercados.

En un esbozo teórico, la propensión de un gobierno, surgido de una secesión o de una integración, a maximizar la ventaja comparativa de su nación tiene que ver con cuatro elementos: tamaño, tipo de ventaja, descubrimiento de esa ventaja y equilibrio interno de poder. Si un estado posee un recurso o sector económico en determinada abundancia o nivel tiende a ser proteccionista respecto del mismo. Un mayor tamaño aumenta las probabilidades de poseer ese recurso. La posibilidad de que el Gobierno descubra esa ventaja depende de la permeabilidad que tenga a los intereses vinculados a ese recurso o ramo industrial. Por último, abrirse o cerrase a los mercados internacionales depende de la existencia de intereses creados que sostengan al Gobierno.

De esa manera, los pequeños estados, en un entorno de estados grandes que sean proteccionistas en diversos grados, no poseen otra ventaja comparativa que la simple apertura comercial y financiera. Convertirse en paraísos fiscales y proteger el secreto de las finanzas privadas es su recurso. Pero, ¿sería así igualmente de darse un mundo de pequeñas entidades políticas, en un mundo que reedite las antiguas polis? En ese caso no existiría, pienso, una propensión necesaria hacia el libre mercado. Los microgobiernos que descubrieran, sin riesgo para la estabilidad de su poder, ventajas comparativas en la teoría de las ventajas comparativas sí abrirían sus mercados. Los que lo hicieran con algún recurso que ellos poseyeran en mayor grado, tenderían, por el contrario, a protegerlo. El triunfo de los primeros sobre éstos no es, tampoco, necesario y depende de factores políticos más que de éxito económico. La belicosidad inherente a todo estado proteccionista tendería a desarrollar naciones depredadoras y, progresivamente, más extensas.

Según lo dicho, no es posible definir qué tamaño de nación sea el adecuado. Ilustrativamente podemos añadir que, a lo largo del siglo XIX, el libre comercio fue la doctrina dominante en un entorno de formación de estados nacionales en Europa y América. El factor determinante fue Gran Bretaña que, siendo la primera en industrializarse fue también la primera en descubrir el laissez-faire merced a un vigoroso movimiento intelectual y popular favorable a él protagonizado, entre otros, por la Escuela de Manchester y la oposición popular contra las últimas barreras mercantilistas relevantes en 1846. Como reacción al proteccionismo propio de las monarquías absolutas, los regímenes que combinaron nacionalismo con industria aplicaron con más o menos fervor el librecambismo británico. Pero todo acabó en el periodo previo a 1914 cuando las naciones que desarrollaron sus industrias apostaron por la protección y por el imperio militar. Desde entonces, en la generalización de los estados-nación se han conocido muy breves periodos de apertura comercial.

Así pues, parece que los elementos o fuerzas que impiden la extensión de un estatus librecambista tienen mucho que ver con la escasa popularidad de las ideas que lo propugnan, las cuales tiene mucho que ver con la escasa popularidad de las ideas individualistas y de soberanía económica del individuo. No es posible aún, en rigor, mantener qué tipo de entidad estatal será más proclive a generalizar un mundo librecambista. Como mucho podemos decir que la existencia de crisis económicas cíclicas adereza nuevos impulsos proteccionistas. Es en la extensión de la ética individualista y en la política económica donde la batalla se presenta más decisiva.

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