Cualesquiera que sean las circunstancias de su ejercicio dentro de una sociedad dada, la función de juzgar cabalmente constituye una de las actividades más díficiles y complicadas que un ser humano pueda emprender.
Se exige, en primer lugar, acotar los hechos que tengan relevancia jurídica teniendo en cuenta que las propias normas jurídicas en las que finalmente habrá de subsumirse el caso influirán en su interpretación. Se produce en la práctica una inescindibilidad entre el hecho y su típicación en el precepto concreto. Con ese objetivo en mente, debe acometerse una investigación previa o una preparación de pruebas por las partes interesadas que conformarán la fase previa al juicio definitivo.
En segundo término se requiere la práctica de una serie de pruebas de forma contradictoria ante un juez –o jueces- que valore jurídicamente los hechos que considere probados y les atribuya unas consecuencias determinadas. Estás últimas varían, según los órdenes jurisdiccionales, pero singularmente en el orden penal, los estados han reservado para sus tribunales, previa acusación pública o privada, la potestad de privar de libertad a los individuos condenados como responsables de delitos que se consideran menos graves y graves. En buena lógica parece que de la grave responsabilidad asumida por un juez penal se derivaría la necesidad de extremar el cuidado en su selección, de suerte que solo lleguen a desempeñar un cargo de ese tipo personas dotadas de contrastable ecuanimidad y metódico conocimiento del Derecho.
Viene al caso esta disgresión a propósito del último ejemplo de la larga lista de decisiones chocantes de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional: Me refiero naturalmente a la Sentencia profundamente injusta que absuelve a diecinueve acusados de varios delitos con motivo del asedio al Parlamento de Cataluña el 14 de junio de 2011 y tan solo condena a uno por una falta de daños.
Llama la atención desde el principio de la sentencia, respaldada por el voto de dos magistrados de la Sala, la reiteración del término "conflicto" para referirse a unos incidentes violentos protagonizados por numerosos asistentes a una manifestación que, en principio, no debería degenerar en un tumulto dirigido contra los parlamentarios y el gobierno autónomo catalán, si no hubiera, como señala el voto particular discrepante, un pactum scaeleris, es decir, un acuerdo por el que varias personas convienen la realización de una actividad criminal, que suele suponer la condena de los partícipes como coautores del hecho o hechos ilícitos realizados.
La instrucción judicial fue atraída en un estadio preliminar a la competencia de la Audiencia Nacional [Art. 65.1º a) LOPJ] al calificarse muy pronto los hechos como un delito de coacciones especiales contra los miembros de una Asamblea legislativa autónomica dirigidas a impedir su asistencia o coartar la libre manifestación de sus opiniones o la emisión de su voto (Art. 498 C.P) en una sesión donde se iban a debatir y votar determinados medidas presupuestarias que disgustaban a los organizadores de la manifestación, en concurso ideal con otro delito de atentado agravado (Art. 550 y 551.2 CP).
La propia dilación del procedimiento –el juicio no se celebró hasta tres años después- da una idea de las dificultades que la instrucción debió atravesar. En cualquier caso, los pseudoargumentos jurídicos fundamentales para justificar la actuación de los manifestantes violentos se contestaría con una sola línea: El derecho a la manifestación protegido constitucionalmente (Art. 21.1) requiere el cumplimiento de dos condiciones: que sea pacífica y sin armas, en la medida que éstas constituyen un indicio de intimidación o coacción frente a otras personas.
Mas, lejos de ello, los magistrados Ramón Sáez Valcárcel (ponente) y Manuela Fernández Prado descienden en un camino de ampulosa retórica y citas inconsistentes de las doctrinas del Tribunal Constitucional español, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (¿es un guiño a alguien citar las sentencias de los casos Castells y Otegui contra España en las que se invocó la libertad de expresión, cuando hay otras más representativas?) e incluso el Tribunal Supremo norteamericano. Básicamente estos ilustres magistrados pretenden colar la especie de que la justificación de los "excesos" en el ejercicio de la libertad de expresión frente a otros derechos resulta equiparable a los de una manifestación violenta.
Pero van más allá: aluden a una dramática falta de acceso de estos manifestantes (a los que atribuyen la representación de los sectores más débiles de la sociedad) a los medios de comunicación, pues éstos estarían en manos privadas o de titularidad estatal, pero gestionados con criterios partidistas, como presupuesto que vendrá a justificar excesos de su parte. Y como claúsula de blindaje, se sirven de una singular apología de los piquetes para trasladar la responsabilidad de lo acontecido a las autoridades competentes por no establecer un perímetro "para hacer compatible, de un lado, la acción de los piquetes, que se erigían en portavoces de un sector de la sociedad, de los representados, que buscaban confrontarse físicamente y dialogar con los representantes parlamentarios, trasladándoles el malestar y las consecuencias de los presupuestos que se iban a votar aquella jornada, con, de otro lado, la libertad de los diputados de acceder a la asamblea para ejercer sus funciones". Una cosa es la probable incompetencia de las autoridades en la ordenación de las protestas en espacios públicos y otra muy distinta basar en ella la irresponsabilidad de quienes participan en esas manifestaciones.
Frente a un tribunal politizado en el sentido apetecido por las defensas de los acusados caben todas las sospechas de que no reúne las condiciones necesarias para desempeñar la función de juzgar. A la espera de una sentencia del Tribunal Supremo que resuelva los recursos de casación anunciados, si se observa el voto discrepante, emitido a modo de sentencia alternativa con distintos hechos probados y fundamentos de derecho por el tercero de los magistrados, las sospechas pasan a ser indicios de la impostura de la mayoría.
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