Tenemos a cientos de miles de burócratas moviendo nuestro dinero, organizando nuestra vida, nuestro ocio; cedemos responsabilidad a cambio de servicios que pagamos con impuestos; nos convertimos, inadvertida o voluntariamente, en súbditos tutelados, remedos ciudadanos con un insuficiente derecho al sufragio. En definitiva, tenemos un gran Estado en el que, no obstante, conservamos una sensación de libertad que ya quisieran para sí la inmensa mayoría de los terrícolas. Esta sensación, esta libertad imperfecta, epidérmica, se ve amenazada por la voluntad de unos terroristas que nos han convertido en rehenes.
Hoy día cualquiera es sospechoso de terrorismo. Un niño pelirrojo, pecoso, que apenas roza el metro de altura, es cacheado por una agente de seguridad del aeropuerto de Gatwick (Londres). Le quitan el cinturón y le vacían los bolsillos. El detector de metales vuelve a pitar, así que el niño acaba descalcito. A una chica de apenas quince años le destrozan los zapatos de plataforma; a una anciana, que parece la doble de Miss Marple, le requisan la crema hidratante, un bote de colonia y el pastillero. A nosotros, por fin, que ya veníamos "securizados" desde Manchester y con una hora de retraso, nos facilitan el trámite: con descalzarnos es suficiente y así, sin tiempo de volver a ponernos los zapatos, corremos hasta la puerta de embarque. Casi perdemos el avión.
Decía que nos hemos convertido en rehenes. La amenaza, tantas veces consumada, nos hace aceptar con resignación un trato ciertamente vejatorio; algo que no permitiríamos en la puerta de unos grandes almacenes o momentos antes de entrar al teatro o al cine, nos parece menos insultante, un mal necesario, en un aeropuerto.
Los terroristas hicieron presa fácil de los vuelos comerciales y el temor a las alturas, que acarreamos desde nuestros primeros pasos en la sabana, multiplica el pánico a un atentado en pleno vuelo.
Recordemos. El 21 de febrero de 1970 los terroristas palestinos de la OLP y del FPLP secuestraron el vuelo 330 de SwissAir que cubría el trayecto Zurich-Tel Aviv. Minutos después del despegue detonaban una bomba matando a todos los pasajeros y a la tripulación del avión. "Abu Amar", más conocido como Yasser Arafat, inventaba el terror aéreo, una innovación que se saldaba, en aquella primera ocasión, con 47 muertos. Apenas transcurridos ocho meses, el futuro Nobel de la Paz ordenaba el secuestro simultáneo de cuatro aviones, un crimen sin víctimas mortales pero que sirvió para consolidar una táctica que, treinta años después, emplearían los terroristas de Al-Qaeda en Manhattan.
Con estos antecedentes no es de extrañar que casi cualquier medida para prevenir un atentado aéreo pueda parecernos justificada. Pues no. No son de recibo ni las colas inmensas ni el maltrato al que nos someten en los aeropuertos. No digo que no deba existir un cierto control, al contrario, sino que éste debe ser más discreto, menos indiscriminado. Por otro lado y considerando que lo que hace peculiar a un atentado aéreo es la puesta en escena y no necesariamente el número de víctimas, parecería mucho más justificado seguir el mismo proceder protofascista en la entrada a los grandes almacenes, en colegios o, como decía, en la cola del teatro. Mejor no dar ideas.
Se supone que somos ciudadanos, bueno, al menos súbditos tutelados, no sospechosos habituales. No pueden tratarnos como tales.
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