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Víctimas y transacción de penas

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Pocos son los juristas que cuestionan el carácter público del denominado Derecho Penal. Pero que la autoridad o estructura de dominación –esté fijada en la figura del Rey y su corte o en la configuración estatal moderna y contemporánea– sea quien dicte actualmente las normas sancionadoras de determinadas conductas y agresiones a terceros no implica que no pueda ser de otra forma.

La víctima, siguiendo un razonamiento ético liberal, es dueña de la acción de perseguir a quien crea criminal por haber infringido una agresión ilegítima sobre su persona o sus bienes. No hace falta retrotraerse a la Ley del Talión para apreciar el intento jurídico de precisar un techo a la fijación de la pena merecida ante hechos delictivos probados. La víctima acude al magistrado competente en la materia para hallar una resolución favorable que, de cara a la comunidad, le conceda justificación en la ejecución de la pena decidida. El techo o límite, como señala Rothbard en La Ética de la Libertad, debe ajustarse al daño padecido, si bien es cierto que son muchas las circunstancias en las que parece imposible fijar penas "proporcionales" abstrayéndose del caso concreto. Es más, obviando este intento de objetivización, la fijación de penas particulares, aun siguiendo directrices básicas, generaría una situación clara de desproporcionalidad y posible injusticia.

Es controvertida la legitimación procesal en la medida que muchas veces la víctima en sí no sobrevive a la agresión o se ve incapaz de iniciar la acción en su propio nombre decidiendo una vez probada la autoría sobre la pena y la posible transacción con el reo. Que los familiares o afectados puedan emprender la acción se hace indispensable si lo que pretendemos es que ningún delito quede impune, más si cabe cuando estamos hablando de homicidios o lesiones graves. Si no quedase nadie afectado por la pérdida de la vida o la incapacitación de la víctima debe articularse algún mecanismo de persecución del acto punible.

El Rey, antes de conformar la estructura soberana de dominación que hoy llamamos Estado Moderno, se hizo con la potestad de intervenir en todos los casos que rompieran la Paz Real (hoy, orden público). De este modo se trazaba una relación de hechos tenidos como delictivos que sin ser el propio Rey o su corte los afectados, proporcionaban al mismo el dominio de la acción penal y la persecución del crimen. Esos hechos punibles que caen dentro de la órbita de la "Paz Real" quedan de alguna forma expropiados del orden social privado y pasan a ser objeto de intervención por afectar al orden público, siguiendo una definición capciosa.

Las víctimas ven como agresiones contra su persona, sus bienes o su libertad se convierten en delitos públicos sobre los que no puede disponer en absoluto, salvo la pertinente denuncia a la autoridad para que ésta las persiga. Su papel en los sistemas procesales contemporáneos es prácticamente testimonial, de contrapeso a la calificación que el Ministerio Público pueda realizar, pero en definitiva una labor generalmente frustrante. Las penas para estos delitos son fijadas arbitrariamente por el Estado mediante un Código Penal donde se articula un sistema de imputación y sanción donde pueda moverse el juez con cierta discrecionalidad preestablecida.

Las penas no obedecen a la búsqueda de la proporcionalidad ni a la compensación por el daño infringido. El delincuente halla una estructura que le es favorable no ya en las garantías procedimentales y de imputación que obviamente deben presidir toda intervención de una magistratura pública en pos de resolver sobre la autoría de un crimen, sino en cuanto a las penas y su ejecución. La víctima no puede disponer sobre las mismas, tal capacidad es negada por la Autoridad. Sin embargo, ésta, siguiendo objetivos propios y un cálculo de oportunidad que deja fuera cualquier consideración respecto al damnificado, si puede graduar la presión y la petición, incluso, en la práctica, pactar con los delincuentes con cierto margen de maniobra. A todo esto la víctima es obviada y olvidada desde el mismo momento en que denuncia la agresión.

Los actuales códigos penales, así como los sistemas procesales por los que se dirime la condena y el establecimiento de la sanción de los delincuentes, son consecuencia del intervencionismo del Estado sobre la esfera de libertad individual. Su afán por establecer una paz social a cualquier precio ha expulsado a los perjudicados y agredidos de la persecución del delincuente. Quien padece dichos ataques merece, en la medida de lo posible, dirigir la acción contra el responsable. Articular sistemas que favorezcan la seguridad jurídica, garanticen la libertad, la imparcialidad, cierta proporcionalidad y límite, así como una sensación de que la ley se cumple y nadie queda impune cuando comete un delito, no debe estar reñido con el reconocimiento indispensable de los derechos individuales lesionados, que deben, en todo caso, ser el centro de atención y la base del diseño de todo ordenamiento jurídico.

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