Italia está un poco revuelta porque Silvio Berlusconi está intentando poner orden en un fenómeno que tiene allí, según parece, bastante arraigo. Se trata de la creación, a veces espontánea y efímera, otras de un modo más arraigado y permanente, de organizaciones vecinales que proveen un servicio de seguridad a la comunidad.
Es claro que con la expresión vigilante, cuyo origen español es evidente, se puede referir uno a la organización de grupos ciudadanos para la comisión de crímenes socialmente aceptados, al menos por una parte de los vecinos: la represión de los miembros de cierta raza o de los extranjeros, pongo por caso. En tal caso de lo que hablamos es de crimen organizado. Pero generalmente a lo que nos referimos con los vigilantes es a organizaciones creadas para reprimir el crimen o aminorarlo, no para cometer actos criminales.
La Policía pública no es la única solución al problema del crimen. Es claro que todos tenemos derecho de defendernos. También podemos contratar en el mercado a compañías especializadas en la defensa de nuestra casa, nuestra urbanización o nuestro barrio. Pero también cabe, como en otros ámbitos de la vida, que sea la propia sociedad local la que se organice para hacer cumplir la ley, como pueden organizarse para cualquier otro cometido de interés social.
Estos grupos tienen la ventaja de manejar un conocimiento cercano a los problemas locales. Además refuerzan los lazos sociales, y esa misma fortaleza desincentiva la actuación criminal. Tienen el riesgo de ponerse al servicio de la represión de actividades legítimas que consideren inmorales.
La experiencia de los Estados Unidos, que no tiene porqué ser muy diferente de la de otros países, es que estos grupos se crean cuando las instituciones encargadas de mantener la ley y el orden han fallado, mientras que, como dice Bruce L. Benson en To serve and protect refiriéndose a varios casos históricos, «las organizaciones vigilantes se formaron para reestablecer la ley y el orden, no para desafiarlos».
Los vecindarios no tienen control sobre su propio desarrollo, ya que las calles y el urbanismo son de carácter público, y ello permite que se incrusten en esa sociedad actividades que son socialmente perjudiciales y que hacen caer el valor del barrio. Uno sólo tiene que observar la diferencia entre un barrio público y una urbanización privada por lo que se refiere a la incidencia de venta de droga o a la prostitución.
En ocasiones no hay que recurrir a la violencia. Como el caso de los gorras naranjas (orange hats) de Anacostia, Washington D.C., que se apostaban frente a los camellos en sus puntos de venta ataviados con una gorra de ese color. Los vendedores de droga se ponían nerviosos, lanzaban amenazas, pero acababan yéndose. Luego compraron cámaras de video, y los filmaban. Desaparecieron de las calles, pero no dejaron, seguramente, de realizar su negocio. Sólo que ya no estaba tan a la vista.
Los grupos vigilantes, si violan la ley, son como cualquier otro de los que ya viven en nuestras ciudades. Y si no lo hacen, pueden llegar a ser su mejor aliado.
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