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Wendell Holmes Jr. estaba equivocado, Thoreau siempre tuvo razón

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En la fachada del edificio del IRS (Internal Revenue Service, la agencia tributaria estadounidense) puede leerse bajo relieve, inmortalizada, la famosa frase de Oliver Wendell Holmes Jr. «los impuestos son el precio que pagamos por vivir en civilización». Así suele traducirse, aunque, la frase en inglés realmente no dice la palabra precio, sino: «Taxes are what we pay for a civilized society».

Sin embargo, esto no solo no es cierto, sino que es una vil artimaña. Y a razón de los lamentables y tristes eventos que han acaecido recientemente, ello ha quedado en cabal evidencia. Solo alguien que, o tiene un interés particular por formar parte del estado, o quien repite sin saber por haber sido adoctrinado (desde las escuelas públicas y a veces privadas también) puede seguir pronunciando esa frase tan dañina.

Pronunciar expresiones como esas, en el caso de los primeros, resulta lógico porque el estado no es más que un conjunto de personas con cierto grado de permanencia temporal que busca maximizar su beneficio particular. El estado desde luego no existe como se quiere que lo concibamos. No tiene existencia ontológica. Tampoco es una entidad abstracta con interés propio. Ni mucho menos brega por el bien o interés común, dado que esto último tampoco existe.

Impuestos y Estado

Más allá de Weber y otras conocidas definiciones, mi definición es que el estado es una simple, pero enraizada creencia y resulta necesario «desenquistarla» para que la civilización humana pueda despegar y aprovechar su máximo potencial creativo. Es la creencia de delegación en una entidad sobrehumana o cuasi divina. La natural tendencia de seres humanos, en fase inmadura o irresponsable, que desean aliviar la carga de sus hombros en este ente que no son ellos, pero que al mismo tiempo «somos todos». Es realmente contradictorio. Por esta razón, para este tipo de gente la única solución posible es dar mayor poder al estado. 

Lo único cierto es que el mundo está constituido por iguales seres humanos. Personas de carne y hueso con los mismos misterios, angustias, y preguntas existenciales como denominador común. Sin embargo, como bien lo sintetiza Thoreau en su Desobediencia Civil, el estado es como un «fusil de madera», que su mera, pero inútil tenencia alivia la angustia de muchos y tranquiliza a otros.

La verdad es que el estado “no tiene ni la vitalidad ni la fuerza de un solo hombre, ya que un solo hombre puede plegarlo a su voluntad” (Thoreau, 1849).

Cuando por diversas razones como ser: alcanzar determinado nivel de bienestar material, paz espiritual, o riqueza intelectual, la gente comienza a hacerse preguntas y a percatarse de lo estéril que es el estado. Allí comienzan a temblar los cimientos de una creencia que puede desmoronarse. Es entonces cuando quienes forman parte de él y ven peligrar su estilo y forma de vida, (mantener el statu quo), recurren al manual de procedimientos y emergencias y por ello se desatan determinadas acciones.

En general pueden ser o, estrategias de polarización o amenazas que buscan la unión cuando se trata del entorno mundial. En cualquier caso, resultan efectivas dependiendo del contexto y situación de partida. La polarización resulta más sencilla de ver: izquierda-derecha, ricos-pobres, empresarios-trabajadores, hombres-mujeres, etc. Pero hay otro mecanismo, no necesariamente excluyente, que toma relevancia en un contexto donde una élite pretende allanar el camino a un orden mundial hipercentralizado. La justificación estatal (como si de una religión se tratase) buscará acción coordinada y centralizada frente a un enemigo común.

Hace 20 años fue la amenaza de armas químicas que nunca se encontraron, grandes guerras, etc. Sucede que, con las tecnologías actuales, se hace más difícil este tipo de artimañas que involucran grandes objetos o ejércitos enemigos. Por eso, más reciente, la supuesta y orquestada pandemia del Coronavirus. Ello hace, a todas luces, que el enemigo debe ser necesariamente invisible. Ahora, sin lugar a dudas, la estrella elegida es el cambio climático. Sin ser broma, como el delirio y ansias de poder es cada vez mayor, en esta línea, lo próximo debería ser una inminente invasión extraterrestre.

Sin entrar en detalle de cómo es que se orquesta cada cuestión, no cabe dudas que la propaganda y los medios de comunicación son parte esencial del problema. Herramienta de los gobiernos para repetir mensajes sin sentido como “el cambio climático mata”. De ahí también la desesperación de los políticos por controlar las redes sociales porque son un “peligro y atentan contra la democracia”. Pero, ¿peligro para quién? Para ellos. Es gracias a las redes sociales y a la Libertad de expresión que la sociedad civil pudo y puede organizarse eficiente y espontáneamente frente a catástrofes.

Lo cierto es que detrás de toda la parafernalia existe, por un lado, la coacción para extraer recursos de los ciudadanos, sean o no feligreses del estado. Y, por otro lado, el permanente bombardeo de imágenes y relatos de un mundo caótico sin la existencia de un estado que pueda resolver aquellos problemas, que en primera instancia el estado mismo genera.

En la antigüedad, los jefes y caciques de las tribus junto a los brujos o sacerdotes (hoy serían los científicos o comités de expertos), eran los transmisores de la palabra del «Dios», quienes podían interpretar las manifestaciones de la naturaleza al lego y así explicar fenómenos e impartir justicia. Explicaciones que hoy nos parecerían ridículas, pero que los mantenían en el poder. En pleno Siglo XXI, los políticos reemplazan a Dios por el estado. El cuento es el mismo, la entidad salvadora es otra. Para nuestros descendientes, dentro de 1000 años las justificaciones actuales del estado les sonarán igual de absurdas que a nosotros creer en el Dios trueno.

El problema es que al final de la vida de cada ser humano, con igual misterio y dudas existenciales, quienes habremos pasado por el mundo terrenal siendo expoliados somos los pagadores de impuestos netos. (aquí cabe aclarar que ningún funcionario es pagador de impuestos, da igual si es del poder ejecutivo, legislativo o judicial). 

En definitiva, quienes pagan impuestos son los perdedores. Esto no debe sorprendernos, y aunque no muchos lo saben, el derecho tributario deriva del derecho de guerra. Somos los que hemos perdido o estamos perdiendo, los expoliados con este sistema de violencia estatal. Donde un grupo goza vidas de lujo y otro grupo constituye la neoesclavitud. Al final del juego, la única realidad es que unos vivieron a expensas del tiempo y de la energía de otros.

No siempre el robo fue tan magnánimo y sistemático; hubo otra época

Hace aproximadamente dos siglos, la brutal realidad tributaria actual era inconcebible.

Poco después de que Andrew Oliver fuera nombrado distribuidor de sellos -recaudador de impuestos- para Massachusetts en 1765, una turba enojada que esperaba forzar su renuncia colgó su efigie de la rama de un olmo en Boston. Al mismo tiempo, la figura de un diablo con una bota que colgaba de la otra rama representaba a Lord Bute, el influyente consejero del rey que abogaba por imponer impuestos a las colonias. Multitudes en otras colonias trataron de intimidar a los agentes fiscales colgando sus efigies de árboles similares de la “Libertad”, y pasaron a utilizar alquitrán y plumas a los agentes que no renunciaban…

(tomado del Museo Nacional de Historia Estadounidense – Smithsonian – Washington DC).

La gente de bien se manifestaba de manera activa en contra de que le quiten lo que naturalmente les era propio. Y no existía el impuesto a la renta.  Ahora, los impuestos se han normalizado de tal manera que nos parece absolutamente natural que se pague la ridícula suma 25% (por lo bajo, en circunstancias llega al 48% y más). Pero se paga con un absurdo convencimiento y con la cabeza baja.

La verdadera naturaleza del estado

Para finalizar, el verdadero deber del estado (verdadero en el sentido que es congruente con la naturaleza de su existencia) es insuflar de miedo a la sociedad. Ya decía Henry Miller en 1946,

La falsa idea de que el Estado existe para protegernos se ha desintegrado mil veces. Sin embargo, mientras el hombre carezca de seguridad y confianza en sí mismo, el Estado prosperará. Él puede existir gracias al miedo y a la incertidumbre de cada uno de sus miembros.

Cuando la realidad a todas luces es que el estado no puede vivir sin su huésped.

Hay otros que dirán que el estado existe para redistribuir la riqueza porque el mundo es desigual y, por lo tanto, injusto. Otro disparate más. Un absurdo. Para ser justos con el señor Holmes Wendell Jr. de quien solo me limito a decir que su citada frase es errónea, traigo su opinión respecto de este asunto:

No tengo ningún respeto por la pasión de la igualdad, que me parece más que idealizar la envidia

Dado que una pregunta mal planteada o que nada importa, nunca resuelve el problema. Cabe decir que gracias a Dios existe la desigualdad. Pero a los efectos del problema, la desigualdad es totalmente irrelevante. El problema a resolver es la pobreza. Y la pregunta es ¿cómo generar riqueza? la respuesta siempre es: con más Libertad.

Hasta tanto la sociedad no entienda esto último, seguiremos con los problemas actuales (guerras, hambre, pobreza, inflación, catástrofes y una lista interminable) y no podremos dar el siguiente salto como civilización. Cuando logremos superar ese primer obstáculo -el de ver la realidad, abrir los ojos- recién ahí podremos volcar la infinita capacidad creativa del ser humano para imaginar las formas que hoy resultan inconcebibles. Pero, si ante cada inconveniente la respuesta es más estado, más impuestos, estamos perdidos.

En algún momento, la existencia del estado será tan solo una diminuta mancha en la inmensa historia de la civilización humana.

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