Estos días varios comentaristas estadounidenses se han acordado del historiador de las ideas Lionel Trilling, quien en 1950 dijo que no había una tradición conservadora americana y que la propia de los Estados Unidos era progresista (liberal en el espurio sentido que le dan allí a esta hermosa palabra). El motivo de ese recuerdo no es que haya salido allí una antología del disparate, sino que ha exhalado su último suspiro uno de los recreadores del movimiento conservador estadounidense. A William Buckley Jr. le interrumpió la muerte en su despacho, «como no podía ser de otro modo», según apunta más de uno de sus amigos, el pasado 27 de febrero.
La afirmación de Trilling, heroica por lo que supone de esfuerzo en torcer la historia de aquél país, seguramente sería vista por quienes la leyeron entonces como un lugar común. El conservadurismo, aunque resurgiendo desde hacía un lustro, era entonces una tradición perdida, abandonada. Uno de los, ahora sí, verdaderos héroes que recogieron el ideal de libertad para transmitirlo a varias generaciones fue Buckley; Bill, como gustaba de hacerse llamar.
La lucha contra el progresismo omnipresente en universidades y medios de comunicación tenía muchos flancos y el cultural no era el último de ellos. Por eso tiene lógica que su primer libro, y el que lo lanzó a la fama (God and Man at Yale, de 1951), en que criticaba a su alma mater por su lejanía sideral del libre mercado y del cristianismo. Pero este y todos los flancos de combate ideológico y moral contra la izquierda tenían que lanzarse desde una publicación a la vez lo suficientemente coherente como para dar forma a un movimiento, pero dentro de ello tan abierta como fuese posible. Buckley lo vio así, sin duda, y fruto de esa idea es la National Review, nacida en 1955, cobijo de liberales, conservadores y anticomunistas. La excepción está constituida por los randianos, dolidos con una feroz crítica de Whittaker Chambers a la obra magna de la novelista de adopción neoyorkina.
En los 60 los esfuerzos, dispersos y abigarrados, de volver a situar en el centro del debate político la libertad, los derechos de la persona y la propiedad, los valores tradicionales y la lucha contra el comunismo fuera y el socialismo en casa, comenzaron a dar sus frutos. Se estaba creando un auténtico movimiento, jamás unívoco, pero por primera vez consciente de sí mismo. Buckley, además de escribir novelas, millares de artículos y libros de no ficción (35 en su prolífica carrera) o dirigir la National Review y presentar un talk show, Firing Line, durante millar y medio de emisiones, hizo de aglutinador en gran medida de las personas que dedicaban sus esfuerzos a las ideas que él compartía. Y puso en marcha algún proyecto, como el Young Americans for Freedom o la American Conservative Union.
No fue un pensador original, aunque sí brillante. No creó escuela, pero sí un movimiento. Tenía talento literario y un reconocido dominio del inglés. Bien es cierto que su anticomunismo fue más poderoso que su apego a la libertad en demasiadas ocasiones, como denunció en su momento Rothbard.
Con todo, creo que debemos estarle agradecidos. Fue un gran empresario de las ideas y en gran medida contribuyó al progreso del liberalismo. En los últimos años no se dejó arrastrar por la marea neoconservadora y denunció el supuesto conservadurismo de George W. Bush, el último presidente que conoció en la Casa Blanca. David Boaz se pregunta, con motivo de su fin, si es también el del movimiento conservador en Estados Unidos. Creo que exagera y que, pese a la crisis que parece vivir en este momento, hay que reconocer que hoy es una fuerza ideológica poderosa, que fija parte de los términos en que se desenvuelve la política. Y en parte se lo debemos a Bill Buckley. Descanse en paz.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!