La celebración de los treinta y un años de la Constitución sufrió las tensiones derivadas de la inminente, esperamos, resolución del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto para Cataluña. Y si consideramos los tics que acompañaron a los actos junto con hechos del historial del propio Tribunal Constitucional, podemos dar cuenta de qué cosa es el TC y cuáles son las claves de sus sentencias.
En primer lugar creo que debemos adoptar el enfoque de que el Tribunal Constitucional no es siervo de nadie más que de sí mismo. En general, como todo órgano con acceso a un gran poder, se atiene a sus propios intereses corporativos. Esto es congruente con varios hechos.
Muchos son los favores intercambiados tras periodos de tensiones entre los gobiernos legisladores y el TC. En muchas de esas tensiones lo que se ha visto es una mera disputa por los términos concretos, la letra pequeña de ciertas leyes. Es así que en la STC 6/1983 ya el tribunal donó a los políticos la capacidad para hacer leyes fiscales retroactivas adhiriéndose al muy socialista concepto de la fiscalidad como redistribuidora de la renta. Incluso en la STC 126/1987 confirmó que "la seguridad fiscal no pueden entenderse como un derecho de los ciudadanos a mantener un determinado régimen fiscal". La soñada indefensión del ciudadano es, pues una concesión del alto tribunal que, no obstante, se reserva cierto papel para acotar lo que los políticos digan, tal y como más tarde confirmó en la STC 150/1990 cuando dice que "la retroactividad fiscal ‘[…] puede, en efecto, ser cuestionada cuando su eficacia retroactiva contraríe otros principios consagrados en la Constitución".
Aporto lo anterior como muestra de la dinámica en que el TC se instaló con los ejecutivos-legislativos españoles. Una dinámica perversa donde cada área de poder es defendida por el TC y por el ejecutivo, para lo cual establecen acuerdos no declarados en orden a favorecerse, al final, mutuamente y seguir matando a Montesquieu.
Pero hay más. Uno de los regalos mejores que el poder político puede hacerle a un tribunal constitucional, compuesto por jueces que viven de utilizar cábalas sobre un texto y que asientan su poder sobre dichas cábalas, es que ese texto sea inflexible, en el sentido de difícilmente modificable, y abstracto, en sentido de interpretable con amplitud.
Y en eso consiste la actual Constitución Española. Es modificable sólo con amplios consensos y muy interpretable, también en lo referente al estado autonómico tal y como Rubio Llorente aclaró con su famoso dictamen acerca de la reforma constitucional que Zapatero le pidió en su primer mandato. Una constitución reformable es el demonio de los miembros de todo TC puesto que cada reforma es un escape político, arbitrario, a su control y a la convulsa aunque feliz connivencia entre poder político y jueces, arbitraria también.
A causa de eso Zapatero, deseoso de "una gran sentencia", es decir de una sentencia favorable a su estatut, les ha echado unas perlas con amenaza a los miembros del TC al mostrar su voluntad de mantener la actual redacción de la Constitución… o no. A ver si entre la promesa de permanencia constitucional y la amenaza de reforma se deciden de una vez los del TC a que el estatuto para Cataluña quepa dentro sus tragaderas.
Lo que demuestra todo esto es que el del Estado, su forma y la de la ley de leyes que lo regula, no es un tema aclarado en el pensamiento liberal ni mucho menos. Podría decirse que los eventos constitucionales de la España postfranquista contradicen los presupuestos hayekianos acerca de las bondades de una constitución abstracta y permanente. Ocurre que a veces hay un tribunal constitucional que se ocupa de ir acompasando esa abstracción al son del crecimiento del poder político durante largo tiempo y entonces la fórmula no resulta.
No obstante y por el momento, manteniendo como la menos mala posible la propuesta de Hayek, habría que suprimir al TC, aunque ¿qué pasaría con el estatut si no existiera el alto tribunal? Pues veremos.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!