El futuro inmediato del nacionalismo catalán que ha gobernado la autonomía durante décadas es la cárcel o la secesión.
Acabamos de celebrar 40 años de las primeras elecciones de la segunda restauración (con minúsculas), como se le ha llamado a lo que tenemos por democracia. Se tiene a la Transición por modélica, y lo es en varios sentidos, el principal de los cuales es que se cambió el régimen sin violencia. Su principal logro, casi el único, es que se ha cambiado de partido en el poder cuatro veces sin que se tambaleen las instituciones. La democracia ha permitido que España tenga la posibilidad de ocupar su discreto pero relevante puesto en el mundo. Pero casi todos sus otros frutos están envenenados.
Por ejemplo, las expectativas que facilitaron que la dictadura se disolviera sin mayores resistencias pasaban por la plena integración en la comunidad internacional y, sobre todo, los deseos de reconciliación. No hay reconciliación sin aceptar un pasado común, y el sectarismo político, especialmente el de la izquierda, lo impide. Tampoco puede haberlo si se divide la comunidad política en docena y media de regiones, y se les da los medios para enmarcar en ellas nuestro atávico sentimiento gregario. Y no cabe la reconciliación, finalmente, si tampoco hay unas instituciones comunes que tengan un respeto generalizado.
La democracia, nuestra democracia al menos, ha favorecido todo ello. Nuestro país ha crecido en estos años, y el sistema político ha conducido una parte creciente de la nueva riqueza al peso muerto del Estado, a esa ciénaga de corrupción e ineficacia. La Constitución se redactó para dar poder a los partidos políticos, y éstos se han convertido en el vehículo de la alternancia política, pero también de la corrupción rampante. Las autonomías han creado una clase política propia, y en ciertas regiones han favorecido la simbiosis entre el nacionalismo y la corrupción.
Es el caso de Cataluña. Allí, el robo institucionalizado sólo se puede mantener con una prensa adicta, comprada, y con una cobertura ideológica primitiva como es el nacionalismo. La justicia es una amenaza en la medida en que sea “española”, y se escape a su control. En el futuro inmediato del nacionalismo que ha gobernado la autonomía durante décadas están la cárcel o la secesión. Para otros nacionalistas, la secesión es la oportunidad de realizar la revolución.
Hay otro motivo por el que lo que tenemos por democracia ha favorecido la amenaza de ruptura de España. Por un lado, y por motivos que reconozco desconocer, hay auténtico pavor a decir que España es una nación, y la defensa de su continuidad histórica se relega al pobre argumento de que “esto es lo que hay”. Es el “nacionalismo constitucional” de José María Aznar, que tan demoledor ha sido para el país. Mariano Rajoy, que es incapaz de defender a España, se limita a decir que él defenderá la Constitución y las leyes. Pero como asumimos como evidente la falsa idea positivista de que ley es lo que diga el Parlamento, cuando los nacionalistas catalanes aprueban la existencia de una nueva nación, quienes tienen que defender a España se quedan sin respuesta.
Entonces, ¿de veras no se puede hacer nada? ¿Generación y media de catalanes que han crecido en el odio al resto del país va a conceder a una banda de ladrones y revolucionarios la constitución de un nuevo Estado y no va a haber una respuesta eficaz? Puede ser. Sobre todo porque ni el PP ni el PSOE tienen líderes que crean en la necesidad de una continuidad histórica de España. Pero se puede responder al nacionalismo de un modo sencillo y eficaz. No digo fácil, sino sencillo.
Basta con que PP, PSOE y Ciudadanos informen a los españoles de que la continuidad de nuestro país no está en entredicho, que jamás permitirán la secesión de ninguna de sus regiones ni la violación de la ley, ni la aplicación desleal de las instituciones. Sólo con decirlo y mostrar una voluntad conjunta es suficiente para que pinche la burbuja nacionalista. Y si los tres partidos estuviesen a la altura de ese compromiso, la cuestión catalana ya no sería una amenaza. Pero para ello se necesita voluntad política, y en estos momentos sólo la hay del lado secesionista.