El diagnóstico de nuestros males es sistemáticamente invita a un intervencionismo mayor.
Adela Cortina, destacada catedrática y académica, escribió hace un tiempo en El País sobre «Ética, economía y empresa» y afirmó:
Caracterizan nuestro tiempo una globalización asimétrica, la crisis de refugiados políticos e inmigrantes pobres, la financiarización de la economía, la configuración de un nuevo orden geopolítico multipolar, la persistencia de la pobreza y las desigualdades, el desafío de las nuevas tecnologías, la digitalización y el reto del desarrollo sostenible.
A partir de ahí deriva las recetas de la corrección política: erradicar la pobreza y reducir las desigualdades. Añade que ella no está contra la empresa, claro que no. Ella quiere, como Kofi Annan, «reconciliar las fuerzas creadoras de la empresa privada con las necesidades de los menos aventajados y con las exigencias de las generaciones futuras». El beneficio está bien, pero hay que promover «entidades económicas que buscan satisfacer necesidades sociales y evitar la exclusión». Y menciona los favoritos del pensamiento único,
las empresas de economía social, las de emprendedurismo social, la Economía del Bien Común, la colaborativa.
Termina citando a Adam Smith y el propio interés, pero se apresura a aclarar:
Actuar sólo por el autointerés es suicida, son también esenciales la reciprocidad y la cooperación, la capacidad de sellar contratos y cumplirlos, generando instituciones sólidas. Cuentan, pues, también la capacidad de reciprocar, la simpatía (la capacidad de sufrir con otros poniéndose en su lugar) y el compromiso cívico dentro del marco de un Estado justo. Promover el pluralismo de las motivaciones en la actividad económica supone fortalecer la economía desde sus propios principios. Pero si desea ser realmente innovadora, puede recurrir también a esas razones del corazón que la razón geométrica no conoce, a la razón compasiva, capaz de aunar interés propio, simpatía y compromiso. Capaz de asumir la perspectiva de los que sufren y de comprometerse con ellos.
A ver, doctora Cortina: ¿usted quiere más libertad o menos?, ¿usted quiere subir los impuestos o bajarlos? No son preguntas difíciles, y sin embargo no hay manera de que los políticamente correctos nos aclaren qué cosa quieren. Y de ahí su lenguaje vaporoso, que es la norma del pensamiento único y que se puede comprobar una vez más leyendo los textos entrecomillados que he presentado hasta aquí. Nada de lo que dice la catedrática y académica bleeding heart tiene un significado diáfano, pero nada tampoco de lo que dice permite concluir que respalda una comunidad de mujeres y hombres libres y responsables, con limitación clara de la coacción política y legislativa. Más bien, al contrario, casi todo sugiere que la propiedad privada a su juicio debe ser condicionada por el poder, no vaya a ser que nos suicidemos todos de tanto malvado autointerés…
El diagnóstico de nuestros males es, como siempre en el pensamiento antiliberal predominante, alarmante, lo que sistemáticamente invita a un intervencionismo mayor, frente al cual la académica no brinda en realidad defensa alguna.
Eso sí, hay que reconocerle que, dentro del humo que esparce, algunas cosas resultan lo suficientemente delineadas como para admitir la refutación. Por ejemplo, el disparate de contraponer a Adam Smith con la reciprocidad, la simpatía, la cooperación, los contratos y las instituciones, precisamente lo que el pensador escocés subrayaba.
Otro ejemplo es afirmar la realidad de «la persistencia de la pobreza y las desigualdades». La pobreza se ha reducido en las últimas décadas de modo muy marcado, y lo mismo ha hecho la desigualdad en el mundo, como ha probado el economista catalán Xavier Sala-i-Martí. Ambas disminuciones resultan, asimismo, relativamente fáciles de colegir ante el enriquecimiento relativo registrado en los dos países más poblados del planeta: China y la India. Pero sospecho que las razones de ese virtuoso proceso están muy alejadas de las variables que inquietan a doña Adela.