Esta misma semana, caía una aeronave Tupolev en Ucrania con 170 personas a bordo; por desgracia, un hecho relativamente habitual. Además, el continuo estado de alarma provocado por las amenazas terroristas hace que entre muchas personas cunda una sensación de desprotección e inseguridad.
La tragedia del avión de Kentucky invita a pensar sobre la seguridad en el transporte y, de manera aún más general, en todas las actividades sociales. En España, los accidentes de tren de Palencia y del metro de Valencia también han puesto en entredicho la supuesta excelencia de la seguridad del transporte por ferrocarril. Por cierto, ¿no decían que los accidentes eran el fruto de las privatizaciones?
Lo cierto es que los últimos accidentes en el transporte unidos a las elevadísimas medidas de seguridad en los aeropuertos, hacen temblar a medio mundo. El estado protector nos había vendido la moto de que la seguridad total era posible y ahora venimos a descubrir que no es cierto. Para colmo, los gobiernos de los estados de la tercera vía, es decir, de Occidente, se han empeñado en que la seguridad en cada medio debe de ser igual para todos. Con esta excusa han creado agencias públicas que intervienen a diestro y siniestro o decretan normas de obligado cumplimiento para todas las empresas por igual.
En vez de dejar a los empresarios y a los consumidores buscar las distintas formas de dedicar recursos a la seguridad y la reducción de riesgos, los gobiernos se han empeñado en emprender un programa igualitarista en el que no haya elección entre distintos niveles.
Michael O´Leary, director ejecutivo de Ryanair, ha decidido demandar al gobierno británico por el coste que su compañía tiene que soportar a causa de las extremas medidas de seguridad impuestas en el Reino Unido desde la última intentona terrorista. Exige una compensación de 4,5 millones de euros. Muchos diarios le han acusado de practicar demagogia barata. Pero lo cierto es que O´Leary afirma que al terrorismo se le derrota usando recursos de manera efectiva, económica y racional así como volviendo a la normalidad lo antes posible. Y lo que el gobierno de Blair ha emprendido es lo único que saben hacer: despilfarrar recursos en todo tipo de medidas, muchas de ellas absolutamente estúpidas e ineficaces que tienden a eternizarse una vez puestas en marcha a ambos lados del Atlántico.
El problema de fondo es el de siempre. Los bienes son escasos y, además, hay muchas formas de usarlos. Más recursos dedicados a la seguridad no tienen por qué traducirse en más seguridad efectiva. Las agencias gubernamentales tienden a ser ineficientes en esto como en todo lo demás por la desvinculación entre quien financia y quien toma las decisiones. En EE UU, por ejemplo, la agencia de seguridad nacional prohibió las colas especiales para los pasajeros de primera y business con la excusa de que eso exigía un porcentaje relativamente elevado de personal dedicado a estos pasajeros cuando se podían dedicar a tareas de seguridad que agilizaran el proceso de control de todos los pasajeros. Disparates como éste que dañan considerablemente a la industria son la norma y no la excepción. La actividad actuarial ha sido sustituida por las decisiones de burócratas y así nos luce el pelo. Al final, este igualitarismo en la gestión del riesgo impide el proceso competitivo de prueba y error que posibilite un avance efectivo de la seguridad a un coste reducido.
Pero es que además, cada recurso o cada euro gastado en mayor seguridad es un recurso o un euro dejado de gastar en otra finalidad como la rapidez o la comodidad del transporte. ¿Por qué se ha convertido en un tabú plantear que distintas personas pueden desear diferentes niveles de seguridad a cambio de mayores cotas de otros fines? Ahora que el mito del riesgo cero parece desmoronarse, es el momento de exigir la privatización de la gestión del riesgo.