Claro, eso de que vaya un político a quejarse al Papa de que haya un periodista que le critica con insistencia puede parecer un poquito fuera de lugar. Al fin y al cabo, ¿no es misión de los periodistas criticar a los políticos? ¿No le va a éstos en el cargo aguantar el chaparrón? Que la emisora es propiedad de la Conferencia Episcopal. ¿Es que es tan mala la idea que la Iglesia de amparo a un cacho de libertad de expresión?
Y, sobre todo, ¿Qué diablos le puede importar al Papa la intolerancia de Gallardón a la crítica?
Si todavía creen que el Papa tiene asuntos más importantes en que pensar que las miserias de un político de lo más mundano, es que no están en la mente de nuestro hombre. Federico Jiménez Losantos puede meterse con quien le dé la real gana. Pero es que se está metiendo ¡con él! Que se trata de él, señores, no de cualquier mindundi como los que pueblan este apretado mundo a millones. Además, si él le ha concedido su tiempo a Benedicto XVI, lo menos que puede esperarse del Santo Padre es un poco de atención. Y es obvio que, en cuanto le exponga los hechos, si es que Ratzinger tiene un mínimo de sentido de la justicia, aunque sea por ósmosis tras la audiencia, sentirá un profundo sentimiento de injusticia y actuará en consecuencia despidiendo al periodista. A la mente de Gallardón le hace falta un buen amueblado.
La traición es una tara de fábrica de los humanos, como hay otras. Judas es uno de los grandes personajes de la historia, pero no hace falta ir lejos para desgarrarnos, mucho o poco, por una lealtad quebrada. Ahora bien, en ocasiones no es necesario más de uno para que haya traición. A veces una y la misma persona es el traicionado y el traidor. Albero Ruiz Gallardón es víctima y malhechor, todo al tiempo, al haber permitido que uno de sus grandes pecados, acaso el capitán de todos los suyos, le haya llevado al ridículo. Él, que cuida como un recién enamorado, como un idólatra devoto, su propia imagen.
El pecado es la soberbia, no hará falta que se diga. Una soberbia desmedida, incontrolable y rebelde, que le aparta de su camino incluso a sus colaboradores; o a los nuestros. Una soberbia que le lleva a verse como instrumento de grandes proyectos que le granjearán el admirado y justo recuerdo de los historiadores de los siglos por venir. La soberbia le ha hecho pensar que la cabeza de la Iglesia podía tener entre sus preocupaciones sus querellas con la libertad de expresión.
Rouco Varela le ha salvado, con una piedad que el alcalde de Madrid no tiene por sí mismo, se hacer un ridículo mayúsculo, fenomenal, gallardoniano.