A grandes rasgos la “guerra contra el terror” ha fracasado. Al menos tal y como se concibió en el ambiente emocionalmente alterado de las postrimerías del año 2001.
El fin de semana pasado se conmemoró el decimoquinto aniversario de los atentados del 11 de septiembre. Aunque a muchos nos parece que fue ayer el hecho es que han pasado quince años, una generación orteguiana. Década y media es un espacio de tiempo lo suficientemente holgado como para hacer un balance desapasionado y, por tanto, más o menos preciso de las consecuencias que aquellos trágicos sucesos trajeron consigo, que fueron muchas, pero no tantas como solemos suponer.
Tiende a pensarse que el 11-S es un antes y un después en lo que a amenazas terroristas se refiere. Pero no es cierto. Occidente está en pugna contra el terrorismo desde, por lo menos, los años sesenta, antes incluso si nos remontamos al terrorismo anarquista del finales del siglo XIX y principios del XX. La amenaza ha ido mudando de nombre, de siglas y de programa, pero sus métodos para alcanzar sus fines son los mismos o muy parecidos.
Porque lo que nos preocupa no es que el País Vasco o Irlanda quieran ser independientes, o que unos jóvenes alemanes de la RFA quieran convertirla en la RDA, o que una banda de fanáticos religiosos aspiren a instaurar el califato universal. Con esas ideas se puede estar de acuerdo o no, pero no es el centro de la cuestión. El centro es que para conseguir lo anterior matan, torturan, secuestran y extorsionan tomando a toda la sociedad como rehén. Por lo que la amenaza en sí ya existía y no es aventurado decir que hoy estamos tan amenazados por el terrorismo como en 1988. En España, de hecho, estamos hoy ligeramente menos amenazados que en la década de los ochenta, cuando la ETA campaba a sus anchas ante la impotencia del Estado.
Lo que sí ha cambiado desde el 11-S a esta parte es el modo de combatir al terrorismo, que se ha sofisticado, pero siempre de manera incremental sobre métodos contraterroristas anteriores. Hoy las autoridades disponen de herramientas que hace veinte años eran pura ciencia-ficción. Los drones o el ciberespionaje, por ejemplo, han permitido a las agencias de seguridad estatales llegar adonde antes siquiera hubiesen soñado, incluido nuestro buzón de correo electrónico o el jardín de nuestra casa.
Los atentados del 11-S sirvieron como coartada para que el Estado se arrogase facultades nuevas que han terminado incluyendo las formas más insospechadas de meterse en nuestra vida privada. Dispositivos como los escáneres corporales o los chips en los pasaportes eran algo simplemente inimaginable en los tiempos de las Brigadas Rojas o la Baader-Meinhof. Pero no es nada nuevo. El terrorismo lleva un siglo sirviendo de justificación a la política para ir recortando nuestro espacio privado. En tanto que todos somos agresores potenciales, todos somos sospechosos. El 11-S tan solo fue un estímulo más, especialmente poderoso, eso sí.
Entonces, ¿qué cambió el derribo por televisión de las Torres Gemelas? En Estados Unidos unas cuantas cosas. Los estadounidenses habían vivido casi al margen del terrorismo ideológico de los años 60-70, por lo que la percepción de la amenaza entre la gente común aumentó sustancialmente. Esto implicó un apoyo decidido a lo que el Gobierno tuviese a bien hacer en nombre de la seguridad nacional.
En Norteamérica se dio una respuesta muy emocional a los atentados, lo cual tenía cierta lógica ya que el espectacular ataque se había producido en su propio suelo. La administración Bush supo canalizar convenientemente esta emotividad dando curso a dos intervenciones militares a gran escala en distintas partes del mundo: una en Afganistán que aún no ha concluido y otra en Irak que se extendió durante ocho años.
La guerra de Irak fue quizá la consecuencia más directa del 11-S, la más costosa y también la más trágica dado el número de bajas que se cobró en los dos bandos. El daño de aquella guerra ha sido enorme. Costó miles de millones de dólares y desestabilizó Medio Oriente encendiendo la chispa de una guerra civil en Irak que terminaría contagiándose a toda la región y cuyos ecos resuenan con violencia en el corazón de Europa.
La de Afganistán estaba más legitimada, aunque solo fuese por el hecho de que el Gobierno talibán cobijaba a Osama Bin Laden, caudillo de Al-Qaeda y cerebro de los atentados. Pero lo de Afganistán hace mucho que dejó de ser una operación antiterrorista. Hoy por hoy es más una acción multinacional que persigue la refundación de un país que, aunque es miembro de pleno derecho de la ONU, hace tiempo que dejó de existir. Los nombres de las ofensivas militares dan testimonio de ello. Mientras la primera se llamó Enduring Freedom (Libertad Duradera), a la última la han bautizado como Resolute Support (Apoyo Decidido).
A grandes rasgos la “guerra contra el terror” ha fracasado. Al menos tal y como se concibió en el ambiente emocionalmente alterado de las postrimerías del año 2001. Los neoconservadores del gabinete Bush implementaron su agenda hasta sus últimas consecuencias. Los resultados a la vista están. El “Gran Oriente Medio” democrático y occidentalizado con el que soñaban es un polvorín en el que trastean fanáticos de media docena de denominaciones islámicas. Hoy de eso nadie se acuerda, como del propio 11-S, símbolo quizá de que esa guerra no la hemos ganado y recordatorio de que estamos más lejos que nunca de hacerlo.