La turismofobia significa que las clases medias y bajas no viajen y que los propietarios no puedan alquilar libremente su vivienda.
Ha pasado lo que tenía que pasar. Los habituales reportajes veraniegos sobre el «indigno» y «salvaje» turismo «de borrachera» en las noches de Magaluf (Mallorca) han sido sustituidos este año por los actos vandálicos que protagonizan los cachorros de la CUP y la izquierda abertzale contra hoteles, restaurantes y visitantes a cuenta de la tan manida «turistificación» (turismo de masas). De las palabras se han pasado a los hechos, ni más ni menos. España lleva ya varios años inmersa en un acalorado debate acerca de los males que genera el turismo y la inaceptable proliferación de alquileres vacacionales, arengado convenientemente desde partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación e incluso los propios hoteles -deseosos de acabar con la competencia de los pisos turísticos-. Era, pues, cuestión de tiempo que el maniqueo y falaz discurso de odio y animadversión hacia el turista prendiera con fuerza en la mente imberbe y manipulable de un grupo de radicales violentos dispuestos a actuar contra tal injusticia.
Pero, ¿de qué estamos hablando? Si algo resume a la perfección el discurso sobre el que se sustenta el rechazo al turismo, más conocido como «turismofobia», es el alegato que enarboló esta misma semana el periodista Antonio Maestre en el programa Al Rojo Vivo, de la La Sexta.
La gentrificación o turistificación es el colonialismo de clases pudientes que expulsan a la clase obrera y trabajadora de sus lugares de población […] Esto es lucha de clases brutal en el urbanismo, en la ciudad, utilizando las calles y los recursos urbanísticos para perjudicar a la clase trabajadora.
Sencillo, claro, directo… Simplemente, genial. Da igual que sea cierto o no. Ya hay un culpable (turista pudiente) y una víctima (el pobre trabajador de clase obrera). El resto -es decir, la realidad- sobra. Se trata de un discurso muy efectivo, como todos los que provienen del populismo, donde los argumentos clave pivotan siempre sobre la identificación de un enemigo al que hay que combatir. Sin embargo, no es más que un cuento destinado a convencer a ingenuos e ignorantes, cuyos componentes básicos son el cinismo, el elitismo y la pobreza.
Cinismo porque, curiosamente, los mismos que cargan contra el turismo de masas no se cortan un pelo a la hora de practicarlo, contribuyendo así de forma activa y consciente a ese macabro y cruel «colonialismo de clases» que no duda en «expulsar» a la gente honrada y trabajadora de sus humildes hogares. El propio Maestre es un buen ejemplo, puesto que presume de sus viajes a Oporto, Berlín, Florencia o Cracovia, entre otros interesantes destinos turísticos. No es el único. Seguro que muchos jóvenes de Arran, el brazo juvenil de la CUP, también han viajado al extranjero de vacaciones e incluso han probado las mieles del turismo de borrachera que con tanto ahínco denuncian sus mayores, al igual que sus dirigentes cargan contra la industria turística mientras regentan bonitos -y lucrativos- hoteles rurales en el Valle de Arán, como la diputada cupera Mireia Boya.
Elitismo porque pareciera que sólo ellos pueden viajar libremente a donde les plazca y no el resto de trabajadores. Y es que, el turismo de masas que tanto critican no es más ni menos que el fiel reflejo del «turismo obrero» que, en teoría, deberían alabar. ¿O es que acaso las clases medias y bajas no tienen derecho a irse de vacaciones a una gran capital europea o zonas de costa? Maestre y los que piensan como él parecen olvidar -más bien desconocen- que el turismo era, hasta hace muy poco, un lujo reservado exclusivamente a las clases más pudientes de la sociedad. Contar con tiempo libre y disfrutar del ocio es uno de los muchos frutos que otorga el capitalismo, a diferencia de los regímenes socialistas, donde el trabajo es obligatorio y la salida del país misión imposible.
El turismo, por el contrario, ya no está reservado a la elite económica y social, sino que ha pasado a formar parte de la amplia y variada cesta de bienes y servicios que disfruta la inmensa mayoría de la población, y no sólo en los países ricos, puesto que cada vez es mayor el número de turistas procedentes de economías emergentes, como es el caso de Brasil, México, Rusia, China o países árabes, por citar algunos de los más importantes. A mediados de los 90, hace 20 años, el volumen de turistas internacionales apenas superaba los 600 millones al año, mientra que hoy se sitúan por encima de los 1.200 millones… Y creciendo. Se ha duplicado el número de viajeros a nivel global.
Y lo mismo sucede en cuanto a los vuelos de avión. A principios de los años 70, el transporte aéreo -nacional e internacional- tan sólo registraba unos 400 millones de pasajeros al año, mientras que ahora sus cifras superan ampliamente los 3.000 millones, multiplicándose por más de siete veces en apenas medio siglo.
Este fenómeno ha sido consecuencia, en primer lugar, del progresivo enriquecimiento de la población -echen la vista atrás y comparen las condiciones de vida de entonces con la actuales-, así como del colapso de la mayoría de los regímenes comunistas, incluyendo la gradual apertura de China, pero también del constante y progresivo abaratamiento de los vuelos, coincidiendo con la privatización del sector. No hace tanto, las grandes compañías aéreas eran propiedad del Estado, pero la liberalización que tuvo lugar a finales del pasado siglo permitió la entrada de capital privado y una intensa competencia entre arolíneas, abaratando con ello de forma muy sustancial el precio de los billetes. Los vuelos low cost de la mano de empresas como Ryanair, Easyjet o Vueling, entre otras, constituye el penúltimo episodio de dicho abaratamiento. Más riqueza y vuelos mucho más asequibles es lo que ha permitido a millones de personas disfrutar de viajes internacionales.
«Colonialismo de clases pudientes», dice Maestre. Rentas medias y medias-bajas procedentes de Reino Unido, Alemania, Francia, Italia y países nórdicos es lo que dice el Instituto Nacional de Estadística (INE). Trabajadores, en definitiva, que se gastan una media de entre 600 y 1.000 euros para disfrutar de una semana de descanso en las ciudades y playas de España, unos 143 euros al día. Y si no que se le pregunten a los miles de «obreros» españoles que, hoy por hoy, se van al Caribe como si tal cosa -Punta Cana es casi el equivalente actual de la Torrevieja de los años 80-.
Y, por último, pobreza, porque, en caso de prosperar esta nueva sinrazón turismofóbica, el resultado será menos empleo, menos ingresos y, por tanto, un menor nivel de vida para un gran número de españoles. En este sentido, conviene recordar que el turismo representa el 11% del PIB, mueve más de 120.000 millones de euros al año y ocupa a más de 2 millones de personas. Pero es que, además, una de las quejas más habituales que se vierte sobre el sector es la necesidad de «hacer partícipe de sus beneficios a los habitantes de las ciudades», tal y como denuncia Maestre en un artículo sobre la «turistificación» donde carga contra los pisos turísticos por, según él, provocar una «espiral inflacionista» de precios inmobiliarios en las ciudades.
Este argumento es doblemente falaz, ya que el alquiler turístico no sólo no es responsable de esa subida, sino que, para más inri, posibilita el reparto de beneficios turísticos que tanto ansía para la población, al margen del poderoso lobby hotelero. En primer lugar, conviene recordar que la mayoría de los turistas que llega a España se aloja en hoteles (65%), según el INE. Y algo similar sucede si contamos a los nacionales. En Baleares, por ejemplo, el alquiler vacacional apenas representa el 15% del número de personas que visitan el archipiélago, mientras que el turismo hotelero supone el 66,4%. Además, el alquiler de larga duración es más rentable que el vacacional, tal y como muestra un estudio de la Universidad de Baleares, ya que no es lo mismo cobrar una renta todo el año que durante los cinco meses de la temporada alta.
La subida de precios que se observa en ciertas capitales, por tanto, no se debe al alquiler estacional. De hecho, una vez más, los datos demuestran que las mayores subidas interanuales de alquileres se han registrado en los barrios menos turísticos de Madrid y Barcelona, como es el caso de Tetuán (+19,6%) o Sant Andreu (+26%), tal y como revela un informe de Idealista. El auténtico culpable de dicho incremento es la creación de empleo (más demanda de pisos de alquiler) y el grave déficit de viviendas (menos oferta) que empiezan a sufrir algunas grandes urbes debido a las restricciones que imponen sus ayuntamientos. Prueba de ello, es que entre 2014 y 2015 tan sólo se terminaron 8.891 nuevos inmuebles en Madrid y apenas 5.271 en Barcelona. Es decir, no hay que mirar a Airbnb, sino a Manuela Carmena y Ada Colau como responsables de dicha escalada.
Por si fuera poco, de los cerca de 190.000 hogares anunciados en Airbnb España, más del 70% se sitúan fuera de las habituales zonas turísticas de las ciudades, contribuyendo así a la generación de riqueza más allá de los centros urbanos (reparto de beneficios). Asimismo, el anfitrión típico tiene 42 años, es de clase media y logra unos ingresos extra de 3.300 euros alquilando su vivienda unas 36 noches al año (más reparto de beneficios para indignación de los hoteleros), según los datos de la compañía. En concreto, los anfitriones de Madrid ganaron una media de 3.640 euros en 2016 y el 46% afirma compartir su hogar para llegar con cierta holgura a final de mes; los de Palma ganaron 5.900 euros, en su mayoría (75%) anunciando un único piso; mientras que los de Barcelona ingresaron unos 5.300 euros por alquilar una media de 66 noches el pasado año.
Parece que a Maestre, al igual que a los políticos -incluidos los del PP- y las grandes cadenas hoteleras, le molesta especialmente que gente normal y corriente que posee un piso pueda ganar algo de dinero extra alojando a visitantes, pese a tratarse de su propiedad, pudiendo participar así del lucrativo negocio del turismo, y, muy especialmente, en un país como España, donde el 84% posee una vivienda y el 16% dos o más, de modo que serían muchos los potenciales beneficiarios de esta nueva forma de alojamiento.
Y todo ello sin contar la famosa «gentrificación», que, pese a sonar fatal y haberse convertido en el nuevo mantra de la lucha proletaria, hace referencia a la necesaria y siempre positiva modernización de los barrios urbanos. La espectacular transformación a mejor que han experimentado Chueca y La Latina en Madrid o ciertas partes de la Ciutat Vella en Barcelona durante los últimos años son tan sólo algunos de los ejemplos de esa terrible lacra que denuncian ahora los turismófobos. Hubiera sido mejor que estas y otras zonas permanecieran como barrios pobres, inseguros y marginales, sin duda…
El demonio a evitar como la peste es lo que Maestre denomina el «síndrome de Venecia», por ser ésta una de las ciudades más visitadas del mundo en donde la llegada masiva de turistas está terminando por desplazar a los residentes autóctonos. Más allá de que el caso veneciano (260.000 habitantes) no es en absoluto comparable al de Madrid (más de 3 millones) o Barcelona (1,6 millones) debido a su reducido tamaño y particulares condiciones, no duda en citar como paradigma de tal desastre la amarga experiencia de un gondolero llamado David Redolfi, que, pese a ganar 105.000 euros al año, no puede siquiera costearse un apartamento en la ciudad y tuvo que mudarse a una isla cercana. ¡Qué desgracia! ¡Maldita gentrificación! ¡Asco de turistas! Triste historia la del gondolero millonario que tiene que vivir a las afueras de la ciudad. Menos mal que no es uno de los aciagos venecianos que posee un inmueble en el centro de la villa valorado en millones de euros. Porca miseria…
Nadie niega que el turismo, como cualquier otra actividad, genera una serie de externalidades negativas cuyas causas y efectos conviene tratar de la mejor forma posible para minimizar los daños y molestias que puedan ocasionar a terceros, pero de ahí a demonizar el turismo como empieza a ocurrir en España hay todo un abismo. La turismofobia, en última instancia, significa que las clases medias y bajas no viajen y que los propietarios -más del 80% de los españoles- no puedan alquilar libremente su vivienda para ganar un dinero extra de forma honrada, al tiempo que otros muchos comercios y negocios se benefician del ocio extranjero. Es el último ejemplo de la ruinosa moralina progre.