"Cómo convertir a Europa en la zona menos próspera y con más paro del planeta" debería haber sido el título del discurso pronunciado por José Borrell en Oviedo. Para el cabeza de lista del PSOE a las elecciones europeas, la Unión Europea debe establecer un salario mínimo común para todos los países de la Unión. El motivo parece bien sencillo y bienintencionado: que no nos hagamos la competencia entre europeos, poder evitar la deslocalización empresarial y lograr que el trabajo deje de ser una mercancía.
Parece mentira que el señor Borrell haya sido profesor de economía. Si se obliga a los empleadores a pagar una misma cantidad de euros mensual en países en los que por motivos institucionales y económicos las productividades del trabajo son tan distintas, lo único que se logrará es un desempleo de proporciones dantescas en aquellos países en los que la productividad laboral esté, en líneas generales, por debajo del eurosalario mínimo.
El empleador polaco cuyos trabajadores no aportan al resultado final del producto más de 300 euros al mes no subirá el salario a 600 porque don José se empeñe en que eso es lo que se debe pagar. Lo que harán es despedir a todo aquel que no produzca más de 600 euros al mes y, en muchos casos, cerrar el chiringuito y sacarse una oposición para vivir él también de la sopa boba puesto que, faltaría más, a los funcionarios también se les subirá el salario mínimo. Luego, se lamentará que no haya espíritu empleador entre nuestros empresarios, o que los dioses nos castiguen con millones de nuevos desempleados.
Evitar la deslocalización es otra de esas bonitas canciones que provocan chaparrones, cuando no auténticos diluvios en forma de menos producción y más paro. Ay, José, que si los dueños de las empresas se van a Estonia no es porque los estonios sean tontos y se dejen explotar. Ni siquiera lo hacen por estar más lejos de la burocracia de Bruselas. Lo hacen sencillamente porque políticos como tú pervierten de tal forma la creatividad y la actividad empresarial, con mil y una marañas intervencionistas, que los empresarios deciden apagar la luz y mudarse a lugares donde sople algo más de libertad y respeto a la propiedad privada.
Además, si estas empresas no encontrasen más racionalidad y más libertad en Polonia o a la República Checa, se irán a países fuera de la Unión Europea. Y entonces, ¿qué van a hacer Borrell y sus amigos? ¿Elevar las barreras arancelarias? ¿Empequeñecer el poder adquisitivo de los europeos? ¿Prohibir, como Ceaucescu, la compra de electrodomésticos producidos en países más productivos y más libres? ¿O quizás prohibir a las empresas cerrar sus puertas e irse del país? Posiblemente esclavizar a los empresarios sea una medida apropiada para quienes no ven en la economía más que lucha de clases, pero para el común de los mortales supondría una innecesaria comprobación de esa ley de la gravedad económica que explica cómo caen los países en los que la propiedad privada no es respetada.
Pero Borrell no ve ninguno de estos problemas. Él, como mucho, alcanza a vislumbrar que gracias a sus medidas coactivas el trabajo dejará de ser una mercancía cuyo precio se mueva al antojo del cochino mercado. Parece mentira que 15 años después de la caída del Muro de Berlín, de la liberación de millones de trabajadores de las garras de sus “representantes obreros” y del batacazo irremediable de todo aquel feudo antimercado que era el bloque de países socialistas, todavía nos encontremos contestando a estas tonterías. La cantinela de Josep fue la que escucharon millones de personas antes de encontrarse en un gulag, desposeídos de la mercancía con la que comerciaban de tú a tú en el mercado como hombres libres. Cuando el trabajo deja de ser una mercancía, el trabajador pasa a ser un esclavo; o un esclavista si tienes la suerte de ser amigo de los redentores.
En el caso de Borrell no cabe la menor duda. Él pretende estar entre los esclavistas de ex-empresarios y ex-obreros en una Europa empobrecida. Empobrecida, pero armonizada. Empobrecida, pero igualada. ¡Qué parco consuelo!